Artículo de investigación

 

 

El programa procesal penal en las constituciones del siglo XIX: un breve repaso histórico al juicio por jurados en el Perú

The Criminal Procedural Program in 19th-century Constitutions: A brief historical review of jury trials in Peru

O programa processual penal nas constituições do século XIX: uma breve revisão histórica do julgamento por jurados no Peru

 

Diego Alonso Noronha Val

Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima, Perú)

Contacto: diego.noronha@unmsm.edu.pe https://orcid.org/0009-0007-3358-6641

 

 

 

RESUMEN

El proceso penal se construye a partir de la Constitución. La regulación legal que se le otorga no es independiente, sino que surge indefectible- mente de la norma capital del Estado. Es precisamente en este instrumento que se recoge el marco de principios generales que es a partir del que se sancionan las reglas específicas que rigen al proceso penal en una nación. A esta médula teórica se le denomina en la doctrina hispanoamericana Programa procesal penal de la Constitución, y en la portuguesa Constitución procesal penal. Nace en la década de los ochenta, con el cambio de paradigma de la Constitución española de 1978. Es, posteriormente, sometida a debate en el Perú con la Constitución de 1993. En tal sentido, es lógico que no existan trabajos de investigación dirigidos a analizar el programa procesal penal histórico en las constituciones nacionales. Así, con este manuscrito se pretende conocer parte del programa procesal penal que se gestó durante el siglo XIX en el Perú, y se hará un especial énfasis en la institución del juicio por jurados, escasa- mente abordado por la doctrina nacional por su ineficaz planteamiento durante tal época. No pretende este texto formular un análisis exhaustivo, sino una aproximación a los conceptos de programa procesal penal de la Constitución y al juicio por jurados, que permita difundir su investigación y su análisis histórico.

Palabras clave: programa procesal penal; Constitución; garantías; jurados; historia.

Términos de indización: Constitución; garantías jurídicas; procedimiento legal; aplicación de la ley; historia (Fuente: Tesauro Unesco).

 

ABSTRACT

The criminal process is built upon the Constitution. Its legal regulation is not independent but arises inevitably from the fundamental norm of the State. It is precisely within this instrument that the general framework of principles is established, from which the specific rules governing the criminal process in a nation are derived. This theoretical core is referred to in Hispanic-American doctrine as the Procedural Criminal Program of the Constitution, and in Portuguese doctrine as the Procedural Criminal Constitution. It emerged in the 1980s, coinciding with the paradigm shift brought by the Spanish Constitution of 1978, and was later debated in Peru with the 1993 Constitution. In this context, it is logical that there are no research studies aimed at analyzing the historical procedural criminal program in national constitutions. Thus, this manuscript seeks to explore part of the procedural criminal program that developed during the 19th century in Peru, with a particular focus on the institution of trial by jury, a topic rarely addressed by national doctrine due to its ineffective implementation during that period. This text does not aim to provide an exhaustive analysis but rather an introduction to the concepts of the procedural criminal program of the Constitution and trial by jury, intended to promote their investigation and historical analysis.

Key words: criminal procedural program; Constitution; guarantees; juries; history.

Indexing terms: Constitution; right to justice; legal procedure; law enforcement; history (Source: Unesco Thesaurus).

 

RESUMO

O processo penal é baseado na Constituição. A regulamentação legal concedida não é independente, mas decorre infalivelmente da norma de capital do estado. É precisamente nesse instrumento que a estrutura de princípios gerais é estabelecida, a partir da qual as regras específicas que regem o processo penal em uma nação são sancionadas. Esse núcleo teórico é chamado de Programa processual penal da Constituição na doutrina latino-americana e, na doutrina portuguesa, de Constituição processual penal. Ele nasceu na década de 1980, com a mudança de paradigma da Constituição espanhola de 1978. Posteriormente, ela foi debatida no Peru com a Constituição de 1993. Nesse sentido, é lógico que não nenhum trabalho de pesquisa destinado a analisar o programa processual penal histórico nas constituições nacionais. O objetivo deste manuscrito é fornecer uma visão de parte do programa processual penal desenvolvido durante o século XIX no Peru, com ênfase especial na instituição do julgamento por jurados, que quase não foi abordada pela doutrina nacional devido à sua abordagem ineficaz durante esse período. Este texto não pretende ser uma análise exaustiva, mas sim uma abordagem dos conceitos do programa processual penal da Constituição e do julgamento por jurados, o que permitirá a divulgação de sua pesquisa e análise histórica.

Palavras-chave: programa processual penal; Constituição; garantias; jurados; história.

Termos de indexação: Constituição; garantias legais; procedimento legal; aplicação da lei; história (Fonte: Unesco Thesaurus).

 

1.  INTRODUCCIÓN

El proceso penal es el mecanismo más sofisticado de reconstrucción de hechos pasados que la humanidad ha producido históricamente. Su concepto ha sido construido a partir de dicha finalidad y se le entiende habitualmente como el conjunto de actos, trámites o rituales que coadyuven al ejercicio de recomposición del pretérito evento manifestado en la realidad. Sin embargo, su complejidad trasciende su mera finalidad instrumental. No es el proceso, como señala Rodríguez (2006), un «anárquico deambular de secuencias, sino un mecanismo de resoluciones o redefinición de conflictos generados por los delitos, que se edifica para operar al servicio de la colectividad, las víctimas y los procesados» (p. 73).

Esta visión ontológica del proceso penal no encuentra su fundamento en la ley. A través de dicho instrumento solo se logra su operacionalización en la práctica judicial forense. Su esencia y sus cimientos se erigen estructuralmente, por el contrario, de las constituciones de cada Estado. Son, precisamente, los principios, los valores y las disposiciones recogidos en ella los que permiten identificar los límites que cada país impone al ejercicio del poder de coerción estatal, lo que se traduce en el reconocimiento de mayores o menores garantías para los sujetos que se ven sometidos a él. De ahí que Maier (2017), citando a Goldschmidt, señale que «el proceso penal de una Nación es el termómetro de los elementos democráticos o autoritarios de su Constitución» (p. 91). Sería el proceso penal, por tanto, su expresión directa y tangible.

Esta situación, sin embargo, no termina de ser asumida de manera cabal por los Estados. Tal como expresa Zagrebelsky (2011), «no ha entrado plenamente en el aire que respiran los juristas» (p. 10). La resistencia de los jueces de hacer primar la Constitución por sobre la ley demuestra que nos encontramos aún en el arduo tránsito histórico de entenderla no como una norma política con fines meramente declarativos, sino como una expresión normativa vinculante a todos los integrantes del aparato estatal. Más aún, al tratarse del proceso penal, debe considerarse que es en ella que se prevé su fundamento a través de lo que el profesor español Arroyo Zapatero denomina el Programa Penal de la Constitución, del que claramente se extrae su facción adjetiva

Este concepto está referido al conglomerado de normas, contenidas en la Constitución, que estructuran al proceso penal. Conforme señala Rodríguez (2006), responde al «espíritu, modelo y las vigas maestras del mecanismo estatal de resolución de conflictos con relevancia jurídico penal» (p. 73). No trata, por ende, de proponer soluciones concretas a las divergencias penales, como corresponderá a la legislación adjetiva especializada, sino que fija los principios fundantes que rigen y limitan los mecanismos persecutorios del delito en una nación. Esto determina que la ley sobre la materia deberá siempre interpretarse según dicho núcleo.

El cambio de paradigma que supuso la Constitución española de 1978 permitió que, hacia la década de los ochenta, se debatiera sobre el programa penal y procesal penal en España. En el Perú, por el contrario, el desarrollo académico sobre este instituto no se dio sino hasta el siglo XX, con la promulgación de la Constitución Política de 1993. Aun así, en la actualidad, el abordaje sobre el particular no es extenso. Menos aún se ofrecen análisis históricos sobre el programa procesal penal de las constituciones del Perú. En ese sentido, el presente trabajo de investigación analizará el proceso penal peruano desde la historia de las constituciones y se identificará el programa específicamente recogido en las cartas polí- ticas del siglo XIX.

Al respecto, además de abordar la concepción procesal penal con- tenida en la Constitución histórica, esta investigación pretende también aproximarse a una institución escasamente tratada en la historia constitucional peruana: el juicio por jurados, cuya relevancia práctica resultó menor, pero que representa un episodio en la historia constitucional peruana que no podemos soslayar, como parte del conocimiento integral de dicho suceso.

 

2.  DESARROLLO

2.1.  Proceso penal y Constitución

Sabido es que la integridad del ordenamiento jurídico se encuentra sometida a la Constitución. Su fuerza normativa irradia a todo el aparato estatal y a la sociedad en su conjunto. De ahí que no exista espacio jurídico y social exento de su control. Es a través de este instrumento que se procura cumplir con el ideal, conforme señalan Zagrebelsky et al. (2020), de transformación del poder despótico en poder benéfico para la sociedad o la derrota del poder arbitrario y la victoria de los derechos de los ciudadanos (p. 384). Dicha transición solo puede lograrse a través de una norma matriz o de rango superior que prime como vértice de todo el ordenamiento jurídico.

Por consiguiente, es fundamental que el proceso penal se diseñe sustancialmente a partir de la Constitución. Aun cuando esta figura se considere un objeto de estudio autónomo, la producción y la interpretación de las normas procesales que la operativizan deben ser adecuadas a ella, no solo para mantener la coherencia interna del sistema jurídico, sino, especialmente, para contener el ejercicio del poder de coerción estatal. De ahí que Baumann (1986), citando a Henkel, señale que el proceso penal no es un objeto de análisis meramente formal o técnico jurídico, sino, más bien, expresión del derecho constitucional aplicado (p. 29). Así también Maier (2017), quien precisa que «el Derecho procesal penal es un estatuto de garantías» (p. 91).

Dicha concepción del proceso penal solo operará, sin embargo, siempre que se entienda que la Constitución posee intrínsecamente vigencia normativa y no meramente declarativa. No es, en realidad, el instrumento escrito el que permite al proceso penal manifestarse, sino, más bien, la fuerza imperante atribuida por los propios ciudadanos y los operadores de justicia. Es esa la única manera en que se puede tener una Constitución real y efectiva, lo que, a su vez, determina el concepto ontológico del proceso penal como instrumento de servicio al ciudadano. Tal como expresa Lasalle (2005):

Allí donde la Constitución escrita no corresponde a la real, estalla inevitablemente un conflicto que no hay manera de eludir y en el que a la larga, tarde o temprano, la Constitución escrita, la hoja de papel, tiene necesariamente que suscribir ante el empuje de la Constitución real, de las verdaderas fuerzas vigentes en el país. (p. 34)

El sistema procesal penal, por tanto, «no se trata de un artificio alambicado» (Lorca, 2017, p. 130). No es un mero subsistema instrumental, sino que es expresión directa de la carta política y es a través de ella que se construye tangiblemente la contención al ius puniendi del Estado.

2.2.  Concepto de programa procesal penal en la Constitución

El concepto amplio de Programa Penal y Procesal Penal en la Constitución es acuñado en la doctrina española hacia finales de la década de los ochenta. Es el profesor Luis Alberto Arroyo Zapatero quien se encargó de identificarlo y someter a debate su contenido, este precisó que «resulta necesario estudiar la Constitución Política para extraer de su tenor literal, de los principios generales que consagra y de su espíritu lo que en doctrina viene denominándose Programa Penal de la Constitución» (Sota, 2013, p. 6). Con ello, se puso de manifiesto el proceso de constitucionalización del proceso penal.

La jurisprudencia sentada por la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador, en la sentencia recaída en el proceso acumulado de los Expedientes n.os 52-2003/56-2003/57-2003 enuncia con claridad en su fundamento III.1 que el programa penal, extensivo al procesal penal, en la Constitución corresponde al conjunto de postulados político-jurídicos y político criminales que constituye el marco normativo en el seno del cual el legislador penal puede y debe tomar sus decisiones y en el que el juez ha de inspirarse para interpretar las leyes que le corresponda aplicar.

En ese sentido, con plena claridad agrega que serán los principios constitucionales del derecho penal, aunados a los del proceso penal, los que definan el modelo constitucional de responsabilidad penal, esto es, «las reglas del juego fundamentales tanto para la estructuración normativa de los delitos y las penas en sede legislativa, como en la aplicación judicial» (Expedientes n.os 52-2003/56-2003/57-2003, fundamento III.1). En la doctrina portuguesa, a diferencia de la hispanoamericana, al mismo concepto se le denomina Constitución procesal penal. Barreiros (1988) se refiere a este como «un enunciado de prescripciones, mandatos y situaciones subjetivas formuladas de modo abstracto, con un contenido abierto, y con un ámbito de previsión para cuya delimitación normativa la propia Constitución no ofrece elementos seguros ni preordena reglas interpretativas» (p. 722). La carta política no describe procedimientos específicos, sino que fija criterios generales que permiten interpretar al proceso penal conforme al espíritu que cada país conciba de su sistema de garantías. Y resultan estos de tal abstracción que permiten mantener su vigencia sin importar el específico momento histórico en el que se desarrolle. En particular, el programa procesal penal de la Constitución se construye como una fórmula amplia, que no es rígida y que pretende solo perennizar ideas nucleares que determinen el ejercicio predecible del poder estatal en el proceso penal, elemento que responde propiamente a la voluntad de los constituyentes. Es en ese sentido que Sota (2013) señala que «este Programa Penal de la Constitución responde a un determinado modelo de la Constitución establecido por el Constituyente, el cual viene a configurarse como Ley Marco» (p. 6).

De acuerdo con lo señalado, a través del programa procesal penal instaurado en la Constitución, podremos identificar en cierto momento histórico un modelo de pensamiento constitucional penal determinado y la forma en que pretendía aplicarse en la realidad. En ese orden, «la premisa básica de un Programa Penal de la Constitución es entender que el legislador se encuentra en la obligación de legislar en materia penal tan solo a partir de los postulados de la Carta Fundamental» (Sota, 2013, p. 5), por lo que esta debe entenderse como la base angular del proceso per se. Precisamente, la Constitución fundamenta los contenidos penales y procesales penales de la legislación, por ello este programa adquiere relevancia aplicativa real, y no meramente teórica, a través del devenir histórico.

2.3.   El programa procesal penal en las constituciones del siglo XIX

Como resulta lógico, el entendimiento del proceso penal en la novísima República del Perú del siglo XIX es sustancialmente distinto al de los siglos posteriores. Los preceptos jurídicos del proceso penal respondían a la transición independentista de la época. Se pasó del derecho de la colonia a establecer un ordenamiento jurídico propio, en términos teóricos, con los errores y las deficiencias que supone una naciente república hispanoamericana sin sentido de nación forjado.

Ciertamente, el nuevo orden jurídico establecido en el Perú republicano, aunque propio, no resultó de la simple influencia de la legislación europea más avanzada, sino de su copia. Esta situación procuró que la Constitución contuviera instituciones jurídicas sin condecirse con la realidad del país, lo que no significó más que una presunta alabanza al ordenamiento jurídico occidental. Aunque lógico y comprensible, tomando en cuenta los años en los que el Perú vivió como colonia española, el programa procesal penal peruano del siglo XIX fue demarcado por la Constitución de Cádiz de 1812. En ese sentido, sin corresponder a la historia republicana independiente del Perú, es menester referirnos a ella en primer término, para pasar luego por el resto.

2.3.1.  La Constitución de Cádiz de 1812

Este es el primer instrumento político en utilizarse en la historia constitucional peruana. Es en el capítulo III del título V que se formularon los fundamentos de la administración de justicia en lo criminal, es decir, el programa procesal penal de esta Constitución.

El primer elemento a tomar en cuenta, aunque en apariencia banal, corresponde a la denominación de impartición de justicia criminal y no penal. El conjunto de normas que asocian comportamientos social- mente anómalos y repudiables con sanciones, como ejercicio del poder punitivo del Estado, fue conocido, hasta mediados del siglo XVIII, con el término derecho criminal. Es en ese momento de la historia que se concibe, paralelamente, el concepto de derecho penal, que pretendía abarcar una definición más amplia de este fenómeno social. No será sino hasta inicios del siglo XIX que se producirá este cambio conceptual importante para la ciencia penal, basada principalmente en la consolidación del principio de legalidad. Al respecto, explica Maurach (1948) lo siguiente:

Esta modificación, que a primera vista representa un simple cambio de acento, encierra uno de los cambios valorativos más trascendenles para el derecho penal de la época posterior. En las palabras delito (y, en consecuencia, en la de derecho criminal, añadimos nosotros) se da algo prejurídico penal, en tanto suena a injusto y a culpabilidad antes de la ley positiva. El término derecho penal alude a la ley, por cuyo solo mandato, con derogación de derecho consuetudinario, omnipotencia judicial y arbitrio del gobierno, se convertirá una determinada conducta desvalorada en delito punible, sometido al poder punitivo del Estado. (p. 4)

Mir Puig (2003), por otro lado, critica dicha posición:

si bien es cierto que «derecho penal» expresa la necesidad de que las penas se hallen previstas por la ley (por el derecho), no lo es menos que «derecho criminal» da idea de que no es delito (crimen) lo que no esté descrito como tal por el derecho. Cada una de ambas designaciones apunta a uno de los extremos de la fórmula «nullum crimen, nulla poena sine lege», sin que pueda decirse que una es más fiel a ella que la otra. (p. 12)

Lo concreto, sin embargo, es que el derecho criminal fue conceptualmente desplazado por la aparente mayor capacidad explicativa del derecho penal, que se arraigaría en España, Italia, Francia y Alemania. Durante esta transición, la Constitución de Cádiz mantuvo la denominación de derecho criminal, que subsistió además en todas las cartas políticas del siglo XIX.

Ahora bien, el capítulo III mencionado se compuso de veintidós artículos, del 286 al 308. Este recogía una serie de garantías procesales reconocidas como necesarias, producto del momento histórico en el que esta Constitución fuera promulgada. Al respecto, debe recordarse que la Constitución de Cádiz fue aprobada durante una etapa de gran convulsión social y política en España. Los problemas dinásticos entre Carlos IV y Fernando VII fueron aprovechados por el genial estratega militar francés Napoleón Bonaparte, quien, en cumplimiento de su plan de bloqueo continental a Inglaterra, invadió la península ibérica para hacerse paso hacia Portugal. Así, la guerra de la independencia española, entre 1808 a 1814, provocó a su vez una profunda crisis del sistema carcelario. Sobre este momento histórico, Martínez (2011) narra:

En efecto, las Cortes en sus primeras semanas de funcionamiento habían comenzado a dar traslado a la Regencia de las reclamaciones de los procesos que se pudrían en cárceles, de las arbitrarias detenciones, de las consecuencias de la asunción por parte de las autoridades militares del conocimiento de los delitos de infidencia, etc. Pero no tardaron las Cortes en variar su actitud ante estos problemas, asumiendo el papel de intervenir directamente en la solución de estos asuntos y no solo de interesarse por estas causas. En ello concurrían razones de humanidad, pero acaso también el cálculo político de quienes pensaban que el nuevo régimen constitucional pendía de la confianza que generasen las nuevas instituciones en la mejora y regeneración de los derechos de los españoles. (p. 393)

Tal como lo plantea el autor, la Constitución de Cádiz de 1812 significó la instauración de un régimen constitucional que reconociese las garantías procesales y de ejecución criminal que permitiesen atender los pedidos de la comunidad carcelaria española frente a un sistema penal arbitrario generado por la invasión militar francesa. La intención del Estado de asumir un rol interventor en las causas criminales que procurase darles celeridad se consagró en el artículo 286, que prescribía lo siguiente: «Las leyes arreglarán la administración de justicia en lo criminal, de manera que el proceso sea formado con brevedad y sin vicios, a fin de que los delitos sean prontamente castigados». Es así que el hoy reclamado principio de celeridad procesal, conjugado al derecho al plazo razonable, se gestaba expresamente en la Constitución de aquella época, en el marco de una situación de hacinamiento carcelario grave, muy similar a la del Perú actual.

Por otro lado, el artículo 287 precisaba:

ningún español podrá ser preso sin que preceda información sumaria del hecho, por el que merezca según la ley ser castigado con pena corporal, y asimismo un mandamiento del juez por escrito que se le notificará en el acto mismo de la prisión.

De aquí se extrae claramente el hoy conocido, y muy invocado, principio y garantía de imputación necesaria, esto es, obtener una descripción clara y exhaustiva de los cargos por los que a un ciudadano se le pretendería procesar y, más aún, detener. De la misma forma, prescribe que deberá existir resolución escrita del juez para tales efectos, y será una de las dos formas, aunado con los supuestos de flagrancia delictiva, que se reconocen en los tiempos modernos para ser detenido.

Asimismo, el enunciado normativo del artículo 289 reconoce el concepto de lo que hoy en día corresponde a una medida de coerción personal. En esta, se señala que «cuando hubiere resistencia o se temiere la fuga, se podrá usar de la fuerza para asegurar a la persona». Ya desde esta época se asumía el concepto del periculum in mora, o peligro en la demora, que advierte respecto de una alta probabilidad de fuga por parte del ciudadano imputado. Esto justifica históricamente la concepción moderna de las medidas cautelares personales en el país, en la medida que con esta norma se pretendía el aseguramiento de la presencia del sujeto encausado en el proceso penal, para el cumplimiento de sus fines. De otro lado, el artículo 291 establece con claridad que «la declaración del arrestado será sin juramento, que a nadie ha de tomarse en materias criminales sobre hecho propio». Esta descripción evoca lo que en tiempos actuales se denomina derecho a la no autoincriminación.

Dicho derecho garantiza a toda persona no ser obligada a descubrirse contra misma (nemo tenetur se detegere), no ser obligada a declarar contra misma (nemo tenetur edere contra se) o, lo que es lo mismo, no ser obligada a acusarse a misma (nemo tenetur se ipsum accusare).

Tal como expresa el Tribunal Constitucional peruano en la sentencia recaída en el Expediente n.o 03-2005-PI/TC. En ese sentido, ningún ciudadano español o americano de aquella época podría ser obligado a declarar su propia culpabilidad, con ello se garantizaba el derecho a guardar silencio sobre los hechos en los cuales se ha visto involucrado.

En cuanto al artículo 293, este recoge el principio de la debida motivación de la resolución judicial, cuando señala que «si se resolviere que al arrestado se le ponga en cárcel, o que permanezca en ella en calidad de preso, se proveerá auto motivado». La tendencia de la motivación de las resoluciones judiciales nace en la Francia del siglo XVIII tras la revolución, con la que se impone la obligatoriedad de este ejercicio por la desconfianza a la magistratura, situación alentada por la arbitrarie- dad asumida en la etapa monárquica que venía a derrumbarse. Ello se consolidó con múltiples reformas legislativas que impulsaron la positivización de esta garantía en el ordenamiento jurídico de demás estados de Occidente. Sin embargo: en América Latina, si bien el período colonial muestra, por lo gene- ral, un predominio de la no motivación, la tendencia motivacioncista logró imponerse en dos etapas: la primera, como derivación de principios, preceptos y garantías, como el derecho a la defensa y el debido proceso legal; y luego, como obligación ya prescrita expresamente en el texto constitucional. (Espinosa, 2010, p. 29)

Así, la Constitución de Cádiz sigue la tendencia liberal por la que toda decisión judicial deber contener las razones específicas y detalladas por las que se está tomando una decisión, especialmente tratándose de un arresto, que implica la restricción del derecho a la libertad.

Ahora bien, invoca el artículo 296 la institución de la fianza en las causas criminales al prescribir lo siguiente: «En cualquier estado de la causa que aparezca que no puede imponerse al preso pena corporal, se le pondrá en libertad, dando fianza». Este concepto, aplicado en el common law, corresponde a aquel monto pecuniario exigido a un imputado para garantizar su retorno a los tribunales frente a una acusación criminal. En el sistema jurídico procesal penal peruano, el concepto de fianza es equivalente al de la caución, que se define como aquel compromiso, expreso o tácito, de buen comportamiento, entendido por lo general como inejecución de infracciones penales, garantizado o no por el propio delincuente o un tercero, con conminación o sin ella, para uno u otro, de sufrir determinado quebranto económico si el sancionado faltare a su obligación. (Manzanares, 1976, p. 263)

En esta época, conforme lo establece el artículo, la fianza no sería utilizada como un mecanismo de garantía de la presencia del imputado en el proceso criminal, sino exclusivamente para que este consiga su libertad frente a aquellos casos en los que una pena corpórea no le alcanzara.

Siguiendo con el análisis, llegamos a un artículo de gran importancia para el correcto desarrollo de un sistema procesal penal, que es la finalidad que el Estado asume que tiene la pena con su imposición. De acuerdo con la postura que este asuma, el ordenamiento adjetivo de la materia cambiará. Precisamente, el artículo 297 señala de forma expresa lo siguiente:

Se dispondrá las cárceles de manera que sirvan para asegurar y no para molestar a los presos: así el alcaide tendrá a estos en buena custodia, y separados los que el juez mande tener sin comunicación, pero nunca en calabozos subterráneos ni mal sanos.

Del enunciado normativo, se advierten dos situaciones: primero, a pesar de su redacción algo genérica, podemos atribuir que la carta política de Cádiz asume la finalidad preventiva especial de la pena, que supone «que la pena es coacción que se dirige contra la voluntad del delincuente y le proporciona los motivos necesarios para disuadirlo de cometer el delito, a la vez que refuerza los ya existentes» (Meini, 2013, p. 148). Esta imposición responderá al principio de razonabilidad, es decir, se impondrá la pena siempre y únicamente que sea indispensable, de ahí que el enunciado precise que la cárcel se dispondrá no para molestar, sino para asegurar al reo.

Finalmente, el artículo 302 indica que «el proceso de allí en adelante será público en el modo y forma que determinen las leyes», esto es, que reconoce el principio de publicidad en el proceso penal de la época. Este dato permite identificar, sin acudir a la legislación especial de la materia, una característica propia de los sistemas penales de corte acusatorio, los cuales se rigen por este principio.

2.3.2.   La Constitución de 1823

El capítulo VIII de la sección segunda de esta carta política se encuentra dedicado a la organización del poder judiciario. A diferencia de la Constitución de Cádiz de 1812, esta no establece una sección específica que regula a la administración de justicia en materia criminal. Más bien, se distingue un capítulo para cada poder del Estado: ejecutivo, legislativo y judiciario; sobre este último enuncia las normas rectoras del sistema judicial de general aplicación en la nueva República. Esta carta política corresponde a la primera en la historia republicana del Perú, por lo que ella se encuentra sumamente influenciada, no solo por la Constitución que la precedió, sino por las grandes legislaciones constitucionales de Occidente. Esta situación se replicó a lo largo de las constituciones del siglo XIX.

Este apartado consta de veintidós artículos de los que pueden extraerse puntualmente los principios que esta Constitución recogía sobre el proceso penal peruano de la época. Haciendo un resumen sobre la organización del poder judiciario en esta carta política, Pareja (1943) con maestría señala lo siguiente:

El Poder Judicial debía ser independiente, los jueces inamovibles y de por vida, salvo conducta escandalosa o ilegal. Establecía, utopía que repetirán las Constituciones de 1826, 1828, 1834, 1839 y 1920, el juzgamiento por jurados en las causas criminales. Creaba la Corte Suprema como Tribunal de Casación para conocer, entre otros fines, de los recursos de nulidad de las sentencias dadas en última instancia por las Cortes Superiores para los solos efectos de reponer y devolver (inc. 6º, art. 100). También habría Cortes Superiores en los departamentos y jueces de derecho en las provincias. La justicia se administraría a nombre de la nación. (p. 24)

A propósito del artículo 113 de la Constitución en comentario, la primera referencia respecto a la generalidad del proceso peruano corresponde a que «no se conocen más que tres instancias en los juicios». Esta norma evoca al principio de pluralidad de grados o instancias en el proceso penal peruano de la época. Sobre el particular, debe tenerse en cuenta que este surge como principio propio o característico de un sistema procesal inquisitivo. En la medida en que los procesamientos penales se tramitaban bajo un secretismo absoluto, la única garantía que podía otorgársele al procesado era la posibilidad de acceder a una curia o Tribunal superior que revisara el criterio asumido por aquel inferior. Los sistemas acusatorios puros, por el contrario, asumían al principio de publicidad como el rector de su método, cuya coherencia interna se sustentó en la legitimidad ciudadana, la cual se encontraba en posibilidad de fiscalizar directamente las actuaciones judiciales. En ese sentido, considerando, además, que el artículo 107 prescribe que los actos de juzgamiento serán públicos, el sistema por el que se optó fue uno de carácter mixto, donde confluyeron los principios rectores de ambos sistemas predominantes.

 

Se reconoció a la Corte Suprema de la República como máxima instancia revisora, conforme al artículo 98, concordante con los artículos 99 y 100. La segunda gran instancia correspondió a las Cortes Superiores, conforme a los artículos 101 y 102. Sobre este último artículo, es de especial importancia señalar lo enunciado en el inciso segundo, que dispone como atribución de las cortes superiores «conocer de las causas criminales mientras se pone en observancia el juicio de jurados». Sobre esta cuestionada institución, nos referiremos en la última sección del presente trabajo de investigación. Finalmente, la base de la pirámide, y primera instancia, corresponde a los jueces de derecho, de acuerdo con el artículo 104, equivalente a los jueces especializados en la actualidad.

De otro lado, el artículo 117 señala que «Dentro de veinticuatro horas se le hará saber a todo individuo la causa de su arresto, y cualquier omisión en este punto se declara atentatoria de la libertad individual». Si bien este se encuentra relacionado con el derecho y la garantía a la imputación necesaria, expresa una idea incompleta, a diferencia del artículo 287 de la Constitución de Cádiz, cuya redacción era más óptima y completa, pues señalaba que todo ciudadano español solamente podría ser preso teniendo conocimiento íntegro de los cargos por los que se le acusaba, además de un mandato o mandamiento judicial por escrito. Se ha encontrado, así, una deficiencia en el reconocimiento de este principio en el programa procesal penal contenido en esta primera Constitución nacional.

 

Por último, el artículo 143 instaura a los jueces de paz, cuyo enunciado dispone que estos conocerán de las causas criminales «sobre injurias leves y delitos menores que solo merezcan una moderada corrección». En efecto, conforme ocurre en la actualidad con los jueces de paz letrados, los de aquella época conocerían aquellos delitos que vulneren el derecho al honor y otros de menor lesividad que merezcan sanciones moderadas, lo que hoy modernamente conocemos como faltas y que son merecedoras de sanciones menos drásticas.

En resumen, los principios procesales penales relevantes establecidos en esta Constitución incluyen el principio de publicidad, el de pluralidad de instancias y la referencia teórica al juicio por jurados, que se abordará posteriormente.

2.3.3.   La Constitución de 1826

El título VII es el apartado dedicado al Poder Judicial, que se encuentra dividido en cinco capítulos, con un total de dieciséis artículos. Esta carta política fue preparada y redactada por el Libertador Simón Bolívar como parte de su ideario político particular y se le denominó en la literatura especializada como la Constitución Vitalicia. Al respecto, el profesor Morón (2000) resume su contenido de la siguiente manera:

La sección que la Carta de Bolívar depara para el Poder Judicial muestra un conjunto de singularidades que bien le cabe la calificación de la más fructífera para el constitucionalismo positivo peruano, de todas sus secciones. En ella se congregan: la consagración de la independencia del poder judicial del poder ejecutivo, su origen y control popular, la estabilidad de los cargos judiciales, la creación de jurados, la intención sistematizadora del ordenamiento jurídico al disponer la elaboración de Códigos en materia civil, criminal, de procedimientos y de comercio a cargo de la Cámara de Senadores que implicaban la modernización de la Justicia, la obligación de conciliación previa, la atribución directriz a la Corte Suprema, el juzgamiento público de causas criminales, juicios por jurados, abolición de recurso de injusticia notoria, de la confiscación de bienes, de la confesión del reo. (pp. 222-223)

Precisamente, el capítulo V del señalado título es la sección en la que encontraremos, nuclearmente, los principios de mayor relevancia en el programa procesal penal recogido por esta Constitución. En primer lugar, el artículo 117 prescribe lo siguiente: «Ningún peruano puede ser preso sin precedente información del hecho por el que merezca pena corporal y un mandamiento escrito del Juez ante quien ha de ser presentado». Este enunciado, a diferencia del 117 de la Constitución de 1823, es la reproducción del artículo 287 de la Constitución de Cádiz por el que se reconoce al principio de imputación necesaria frente a actos de aprisionamiento de ciudadanos. Así, esta carta política rescata este principio correctamente descrito, con el propósito de evitar detenciones arbitrarias y sin justificación aparente contenida en una resolución judicial.

De la misma forma, al igual que el artículo 291 de la Constitución de Cádiz, el artículo 118 señala, a manera de réplica, en un contexto de detención legal, que «Acto continuo, si fuere posible, deberá dar su declaración sin juramento, no difiriéndose esta en ningún caso por más tiempo que el de cuarenta y ocho horas». Aquí, nuevamente, se hace expreso reconocimiento al derecho y garantía a la no autoincriminación, se agrega un marco temporal de cuarenta y ocho horas para que la declaración se haga efectiva, con la finalidad del resguardo de la información del proceso y el órgano de prueba. Este artículo, a su vez, debe analizarse a la luz de lo dispuesto en el posterior artículo 121, el cual señala que

«no se usará jamás del tormento ni se exigirá la confesión al reo». Precisamente, esta Constitución proscribe toda clase de atentado contra el ciudadano detenido que suponga la extracción de información de modos ilegales para obtener la confesión del hecho imputado. Esto coincide con el concepto de confesión sincera, en tanto esta solo podrá ser válida si es expresada de forma espontánea y sin el uso de la fuerza como medio que socave la voluntad del ciudadano.

Asimismo, es menester revisar el contenido del artículo 120, que indica lo siguiente: «En las causas criminales el juzgamiento será público: Reconocido el hecho y declarado por jurados (cuando se establezcan) y la ley aplicada por los jueces». De su lectura, se identifican dos elementos importantes. El primero, el evidente reconocimiento al principio de publicidad de las causas criminales que, como se ha establecido en apartados anteriores, es una característica propia de un sistema acusatorio. Y, en segundo lugar, la distinción entre el sujeto que declara el derecho de aquel que lo aplica, esto es, una diferenciación entre los jurados y los jue- ces. Se introduce nuevamente al jurado como engranaje en el sistema de impartición de justicia que, como se verá, resultó totalmente ineficiente.

 

Así también, la Constitución de 1826:

 

Contempla la conciliación judicial como fase ineludible para los procesos civiles y penales de acción privada, con la finalidad de instituir un «medio (por el) que mueran al nacer gran parte de los pleitos ruinosos, que concluyen con la fortuna de los ciudadanos». (Morón, 2000, p. 223).

Conforme lo establece el artículo 112, que prescribe: «Habrá jueces de paz en cada pueblo para las conciliaciones, no debiéndose admitir demanda alguna civil o criminal de injurias sin este previo requisito». En la actualidad, la conciliación sigue constituyéndose como un requisito para adquirir interés procesal frente a una eventual disputa ante el Poder Judicial, lo cual incentiva el uso de medios alternativos de resolución de conflictos y, a su vez, permite reducir la histórica carga procesal de la que este poder del Estado adolece.

 

Finalmente, será la Constitución de 1826 la primera en la historia del Perú republicano que reconozca garantías personales para los ciudadanos que, como es lógico, incidirían en el trámite del proceso penal. Al respecto, el artículo 142 señaló: «La libertad civil, la seguridad individual, la propiedad y la igualdad ante la ley, se garantizan a los ciudadanos por la Constitución». Este catálogo representa el antecedente a los derechos fundamentales y garantías constitucionales, propiamente dicho, como lo concebimos en la actualidad.

De este modo, los principios fundamentales del proceso penal en esta Constitución incluyen el principio de publicidad, la imputación necesaria, la prohibición de autoincriminación, la conciliación obligatoria previa en casos de delitos leves e injuria, y la referencia teórica al juicio por jurados. Estos principios se mantienen en línea con lo establecido por la Constitución de Cádiz de 1812.

2.3.4.   La Constitución de 1828

Sobre la carta política de 1828, el expresidente Paniagua (2003) precisa que esta representa un emblema para el constitucionalismo peruano en tanto «es la primera constitución genuinamente nacional. No solo por su contenido, sino por las circunstancias en que se expidió» (p. 1). Tras la Constitución bolivariana impuesta por el Libertador de la corriente del norte, los constituyentes de 1827 pretendieron «que la Constitución reflejara la identidad, esencial y privativamente peruana, y su voluntad de constituirse como una nación verazmente soberana e independiente, ajena, por entero a los proyectos políticos del libertador» (Paniagua, 2003, p. 1). Sin embargo, en cuanto a la legislación constitucional referida al Poder Judicial, esta mantuvo la tradición de la Constitución anterior que, a su vez, siguió los preceptos de la Constitución de Cádiz, y mantuvo todos los principios procesales penales contenidos en ella, ya desarrolla- dos en la sección correspondiente.

Así, el título sexto es el dedicado, en esta Constitución, a la organización del Poder Judicial. Este contiene cuatro subtítulos, los tres primeros referidos a los órganos de impartición de justicia de acuerdo con la instancia, y el último de ellos referido a la administración de justicia per se, sin dedicar apartado especial alguno a la justicia civil o criminal. Sobre la concepción de este poder del Estado para la época, Pareja (1981) nos menciona lo siguiente:

La constitución se refería extensamente al Poder Judicial, aunque introdujo pocos cambios en relación con las anteriores. Los jueces eran inamovibles, salvo destitución por sentencia legal. El presi- dente de la República nombraba, a propuesta en terna del Senado, a los vocales de las Cortes Suprema y Superior y a los Jueces de

Primera Instancia, a propuesta en terna de la respectiva corte superior […] creaba tribunales especiales para el comercio y la minería. Incurría en el error de establecer jurados para las causas criminales, aunque mientras se organizaba aquellos, seguirán conociendo de los procesos, los Jueces permanentes. (p. 55)

Tal como en las constituciones pasadas, la Corte Suprema se instauró como tercera y última instancia revisora, esta era la que conocía los recursos de nulidad. Asimismo, las causas en segunda instancia serían conocidas por las Cortes Superiores y, en la base de la pirámide, los jueces de primera instancia. De igual forma, el artículo 120 reconoce a los jueces de paz en cada pueblo para actuar, tal igual como en la Constitución pasada, de conciliadores en los casos criminales por injurias. Precisamente, Paniagua (2003) señala:

Conforme al principio de separación, el poder judicial, organizado jerárquicamente hasta la Corte Suprema, gozaba de la misma supremacía e independencia que los otros poderes. Los jueces, por tanto, eran perpetuos y sujetos a responsabilidad para evitar la arbitrarie- dad en el ejercicio del poder y los abusos en que podrían incurrir en su actuación. (p. 141)

El artículo 124 señala que «No habrá más que tres instancias en los juicios, limitándose la tercera a los casos que designe la ley». En ese sentido, se reconoce expresamente la pluralidad de instancias, pero, esta vez, a diferencia de las constituciones pasadas, hace una distinción especial respecto de los alcances de la Corte Suprema. Mientras que las constituciones anteriormente señaladas consignan a la Suprema Corte como última instancia revisora, sobreentendiéndose de todas las causas criminales, en esta oportunidad se indica expresamente que esta solo tendrá conocimiento de los casos que la ley señala. Así pues, se gesta el sentido de excepcionalidad en cuanto al acceso a la Corte Suprema.

De otro lado, e importante a tomar en cuenta, es el artículo 123, que consignaba que «las causas criminales se harán por Jurados. La institución de estos se detallará por una ley. Entre tanto, los Jueces conocerán haciendo el juzgamiento público, y motivando sus sentencias». De aquí se desprenden tres principios sumamente importantes que mantienen su vigencia y su reconocimiento. El primero corresponde al principio del juicio por jurados que, conforme lo venimos señalando, será amplia- mente desarrollado en el último acápite del trabajo. El segundo hace referencia al principio de publicidad, y el tercero, al principio de la motivación de las resoluciones judiciales.

Asimismo, el artículo 127 prescribe, siguiendo el tenor de la Constitución de Cádiz y de la Constitución de 1826:

Ninguno puede ser preso sin precedente (información del hecho por el que merezca pena corporal, y sin mandamiento por escrito, del juez competente, pero infraganti puede un criminal ser arrestado por cualquier persona, y conducido ante el Juez. Puede ser también arrestado sin previa información en los casos del artículo 91 (restricción 5o). La declaración del preso por ningún caso puede diferirse más de cuarenta y ocho horas.

De esta, obtenemos ciertamente el concepto actual de imputación necesaria, pero, adicionalmente, encontramos dos conceptos importan- tes. Primero, respecto de los casos de flagrancia delictiva, se detalla que cualquier ciudadano tiene la potestad de ejercer una detención. Esto, en los días actuales, es también posible, por lo que identificamos que esta figura corresponde al antecedente más próximo a la figura del arresto ciudadano, por el cual también se le debe poner a conocimiento del juez de turno de forma inmediata, tras la detención. Por otro lado, se fija una excepción al principio y garantía de imputación concreta, que nos remite al artículo 91, por la cual se autoriza al Poder Ejecutivo disponer la orden de arresto de determinado ciudadano siempre que la seguridad pública lo exija.

Por otro lado, el artículo 129.1 señala que queda abolido «el juramento en toda declaración y confesión de causa criminal sobre hecho propio», que corresponde a lo que ya hemos desarrollado como derecho y garantía a la no autoincriminación. Como vemos, pues, los principios introducidos por la Constitución de Cádiz de 1812 han sido replicados, casi en su totalidad, en las constituciones republicanas como parte del programa procesal penal que reconocen.

Siguiendo a la Constitución de 1826, finalmente, esta también reconoce un catálogo de garantías personales en su artículo 149, establece de modo expreso que «la Constitución garantiza la libertad civil, la seguridad individual, la igualdad ante la ley y la propiedad de los ciudadanos». En palabras de Altuve-Febres (2009), «fue con esta redacción que se consolidó en el Derecho Constitucional peruano el afecto de políticos y juristas por las grandes declaraciones de principios abstractos que muchas veces no tuvieron su correlato en verdaderas instituciones arraigadas en la realidad» (p. 216).

2.3.5.   La Constitución de 1834

Esta Constitución fue y sigue siendo considerada una copia de aquella de 1828. Al menos en lo que respecta a la legislación constitucional sobre el Poder Judicial, se mantuvo bastante similar a su predecesora, aunque con cierta influencia especial del presidente de la Corte Suprema de la época, Manuel Lorenzo de Vidaurre. El magistrado supremo había enviado un proyecto de reforma en lo referente a la judicatura donde adecuaba todas las instancias al principio «el poder emana del pueblo» mientras que a título personal había escrito unas reflexiones tituladas Artículos Constitucionales que son de adicionarse a la Carta para afianzar nuestra libertad política. (Altuve-Febres, 2001b, p. 1)

Nuevamente el título sexto es el que reúne las normas referidas a este poder del Estado, integrado por cuatro subtítulos, igualmente distribuidos como en la Constitución anterior. El primer elemento importante que se debe considerar, que no forma parte del programa procesal penal de esta Constitución, pero que resulta relevante señalar como marco referencial, corresponde a la intención de Vidaurre de poder acercar el sistema de justicia peruano al anglosajón. Por este motivo, «se separa claramente a los fiscales que dependerían del ejecutivo como los Attorneys de las instancias jurisdiccionales que dependerían de la soberanía popular» (Altuve-Febres, 2001b, p. 6). Precisamente, Villarán (1962) señalaba que «se privó al ejecutivo de toda injerencia en el nombramiento de vocales de la Corte Suprema y de las Cortes Superiores y de jueces de primera instancia. Solo se le concedió la facultad de nombrar fiscales» (p. 63).

Por ello, entonces, «equipararon la elección directa del pueblo con una designación indirecta a través de las cámaras» (Altuve-Febres, 2001b, p. 6), tal como señala el artículo 24 en el caso de los jueces de primera instancia, quienes serían elegidos por los diputados; el artículo 32, que señala que los vocales superiores serían electos por la cámara de senadores, y los supremos serían elegidos, de acuerdo con el artículo 51, inciso 26, tras la reunión de ambas cámaras en el Congreso. Situaciones similares se replican en la actualidad, como el pedido formulado por el vacado presidente Pedro Castillo, quien tenía como pretensión personal que la elección de los magistrados (jueces y fiscales) se sometiera al escrutinio popular, que en la descrita época ocurrió a través de la representación en el Congreso, lo cual politizó el proceso de selección. Lejana no es la realidad en la región hispana, si se considera la última reforma constitucional en México, que dispone, precisamente, la elección popular de los jueces.

Ahora bien, como ya se ha establecido, los principios histórica- mente reconocidos por las constituciones predecesoras se mantuvieron en esta también. Al respecto, empezando, el artículo 122 prescribía que «se establece el juicio por jurados para las causas criminales del fuero común. La ley arreglará el modo y forma de sus procedimientos y designará los lugares donde han de formarse». Se persistió en el reconocimiento de la institución de los jurados a pesar de que esta no tuvo eficacia práctica, conforme se verá más adelante.

Por otra parte, el artículo 123 disponía:

La publicidad es esencial en los juicios. Los Tribunales pueden controvertir en los negocios en secreto; pero las votaciones se hacen en lata voz y a puerta abierta; y las sentencias son motivadas expresando la ley, y en su defecto, los fundamentos en que se apoyan.

De aquí, nuevamente extraemos varios principios empezando por el de publicidad, que ha caracterizado históricamente al proceso penal peruano. Agrega que las votaciones, así como las audiencias, deberían ser efectuadas ante conocimiento general, a puertas abiertas, a diferencia de las votaciones en tiempos actuales, que son estrictamente secretas. Asimismo, se reconoce en la segunda parte del artículo al principio de motivación de las sentencias judiciales, se señala que deberán funda- mentarse las razones por las que una decisión se tomó, y procurar así reducir las decisiones arbitrarias o de mero capricho.

Finalmente, el artículo 126 dispuso:

Ningún ciudadano está obligado a dar testimonio contra sí mismo en causa criminal bajo su juramento u otro apremio. Tampoco está obligado a darlo contra su mujer, ni esta contra su marido, ni los parientes en línea recta, ni los hermanos.

Este artículo, claramente, reconoce al derecho a la no autoincriminación; sin embargo, la particularidad de este enunciado a diferencia de las anteriores constituciones es que no solo reconoce a la declaración que pudiese efectuarse en contra de los intereses propios, sino que agrega a aquellos familiares cercanos al ciudadano que se vieran en circunstancias apremiantes y conexas a una imputación criminosa. A ellos, pues, no se les exigía una declaración que contraviniese al interés familiar.

2.3.6.   La Constitución de 1839

Sobre esta Constitución, la conocida Constitución de Huancayo, resulta pertinente enunciar lo señalado por Basadre (1995), a saber: en 1839, después de haber visto desgarrados los textos liberales y después de la espantosa pesadilla de las guerras internacionales y civiles, predominaba otro anhelo: el anhelo del orden y de paz. Parecía que lo necesario era fortalecer el Estado y que, con el Estado fortalecido vendría el progreso; todo lo demás llegaría por añadidura. Por eso, la comisión que en el congreso de Huancayo preparó el texto de la nueva Constitución alegó, al presentar su proyecto, «los horrores de la anarquía y de la revolución» como premisa para la «urgente necesidad que en su consecuencia tiene el Perú de una ley fundamental que lo preserve en lo sucesivo de iguales desastres».

Es así como la Carta de Huancayo presenta una novedad en nuestra historia Constitucional; es la primera Carta elaborada en el país de contenido autoritario, mejor dicho, es el primer exponente constitucional de un autoritarismo nacionalista. (p. 12)

La legislación constitucional respecto al Poder Judicial siguió el mismo enfoque que las constituciones anteriores al preservar los principios del programa procesal penal previamente reconocidos. En esta ocasión, dichos principios se encuentran en el título XIV, que incluye cuatro subtítulos, cada uno dedicado a las instancias judiciales establecidas. Esto refleja, claramente, la continuidad del sistema judicial basado en la pluralidad de instancias.

En el subtítulo que aborda las reglas sobre la administración de justicia, identificamos al artículo 125, que prescribe: La publicidad es esencial en los juicios: los Tribunales pueden discutir en secreto los negocios, pero las votaciones se hacen en alta voz y a puerta abierta y las sentencias deben ser motivadas, expresando la ley, y en su defecto los fundamentos en que se apoyan. Fácilmente se identifica que este mismo artículo viene siendo replicado a través de las constituciones precedentes, pues en este se condensan el principio de publicidad de los juicios y los votos y el principio y derecho a la debida motivación de las resoluciones judiciales.

Por otro lado, el artículo 128 enuncia otro de los preceptos amplia- mente reconocidos en el constitucionalismo peruano del siglo XIX:

Ningún ciudadano está obligado a dar testimonio contra sí mismo en causa criminal, bajo de juramento y otro apremio. Tampoco debe admitirse el del marido contra su mujer, ni el de esta contra su marido, ni el de los parientes en línea recta, ni el de los hermanos ni cuñados.

En ese sentido, el artículo 126 de la Constitución de 1834 mantiene su vigencia reconociendo al derecho a la no autoincriminación bajo sus mismos supuestos.

Finalmente, el artículo 132 persiste en lo siguiente: «Se establece el juicio por jurados para las causas criminales de fuero común. La ley arreglará sus procedimientos, y designará los lugares donde han de formarse». Dicha reiteración hace que el juicio criminal por jurados no deba ser considerado como una institución menor en el desarrollo histórico constitucional del programa procesal penal.

2.3.7.  La Constitución de 1856

La carta de 1856 marca un hito en la historia del constitucionalismo peruano porque pretendía marcar una ruptura con la tradición que venía acuñada desde la Constitución de 1826 hasta la de 1839, motivo por el cual la denominaron la Constitución demoledora. Ello ocurriría porque «la nueva constitución era en gran parte una evocación de la fracasada experiencia de 1823 y por esto no debe resultar extraño que su diseño se centrase predominantemente en el Poder Legislativo» (Altuve-Febres, 1999, p. 346). Por ello es que del promedio de veinte artículos dedica- dos a la organización del Poder Judicial a lo largo de las constituciones precedentes, en esta ocasión se redujo estrictamente a diez.

El aspecto más característico que la distingue del resto de cartas políticas es la abolición de los supuestos juicios criminales por jurados. Por otro lado, el artículo 128 reconoce que «la publicidad es esencial en los juicios: los Tribunales pueden discutir en secreto, pero las votaciones se harán en alta voz y a puerta abierta. Las sentencias serán motivadas, expresándose la ley o fundamentos en que se apoyan». Los principios de publicidad y de motivación de las resoluciones persistían en el sistema constitucional penal.

Otro de los elementos destacados corresponde a lo expresado por el artículo 132: «Para vigilar sobre el cumplimiento de las leyes, habrá un Fiscal de la Nación en la capital de la República, Fiscales y Agentes Fiscales en los lugares y con las atribuciones que la ley designe». Precisamente, «una novedad interesante fue la institución del Fiscal de la Nación cuya función principal era vigilar sobre el cumplimiento de las leyes (Art. 132) en la idea de crear una magistratura independiente parecida al General Attorney norteamericano» (Altuve-Febres, 1999, p. 347).

2.3.8.  La Constitución de 1860

Esta Constitución nace a partir de la insatisfacción ciudadana con la carta de 1856, por lo que se instauró una de tipo moderado. A diferencia de la anterior, la sección dedicada al Poder Judicial redujo sus artículos a solamente seis, de los cuales se extraen puntualmente tres principios.

Primero, el artículo 125 señala:

Habrá en la capital de la República una Corte Suprema de Justicia; en las de Departamento, a juicio del Congreso, Cortes Superiores; en las de Provincia, Juzgado de Primera Instancia; y en todas las poblaciones Juzgados de Paz.

El número de Juzgados de Primera Instancia en las provincias, y el de Juzgados de Paz en las poblaciones se designará por una ley.

La pluralidad de instancia se mantuvo en esta carta política, sin hacer distinción alguna entre las causas que serían de conocimiento de la Corte Suprema, pero que serían definidas por las leyes especiales.

En segundo y en tercer lugar, el artículo 127 reconoce los dos últimos principios, señala que «La publicidad es esencial en los juicios, los Tribunales pueden discutir en secreto, pero las votaciones se harán en alta voz y públicamente. Las sentencias serán motivadas, expresándose en ellas la ley o los fundamentos en que se apoyen», enunciado normativo que se hereda desde el inicio de la historia constitucional peruana y que reconoce los principios de publicidad y motivación de las sentencias judiciales.

2.3.9.  La Constitución de 1867

La Constitución de 1867 «es probablemente [la] que con mayor claridad evidencia su carácter ideológico, además de apreciarse que tuvo un mejor diseño jurídico que su predecesora radical de 1856» (Altuve-Febres, 2001a, p. 105). En cuanto al Poder Judicial, la sección que la aborda consignó nueve artículos, ya hacia el mismo tenor que las anteriores. El artículo 122 de la Constitución reconoce el principio de pluralidad de instancias, el 125 el principio de publicidad en los juicios, sin distinguir- los entre civiles y criminales, así como el principio de motivación de las resoluciones judiciales.

2.4.   Breve aproximación al juicio por jurados en el Perú del siglo XIX

El sistema del juicio por jurados nace históricamente a partir de los defectos y la desconfianza en los tribunales compuesto por jueces profesionales en Occidente. A pesar de no existir una fecha exacta de su génesis, se tiene que su aplicación primigenia se dio en la Francia del siglo IX:

cuando Luis el Piadoso, cansado de la ineficiencia del procedimiento de la época para proteger los derechos de la realeza, decidió que todos los conflictos que involucrasen derechos de esta realeza se decidirían sobre la base de una investigación conducida por oficiales que actuarían en su nombre. (Arrieta, 2017, p. 132)

Dichos oficiales serían los encargados de recopilar la información necesaria y quienes juzgarían en el caso particular según la costumbre del pueblo en aquella época.

Martos señala que el jurado sirve para dar realidad a la soberanía. Tocqueville, por su parte, que sirve para que el pueblo reine; Carrara lo concebía como un complemento indispensable para el ejercicio de la libertad; Ruiz Vallarino lo definía como expresión de la soberanía popular dentro de un régimen liberal; y Sánchez Román señala que esta institución representaba la participación popular del ciudadano en el ejercicio de la potestad jurisdiccional propia de este poder del Estado (Dunbar, 2019, p. 51). Sin embargo, todos estos tratadistas coinciden al considerar al jurado como un instrumento político más que uno procesal o judicial. En ese sentido, tenemos que los jurados se gestaron y han sido adoptados en las legislaciones del mundo como una institución de carácter político, establecida por las monarquías europeas para cumplir fines específicos y bajo reglas específicas, pero que terminaría repercutiendo indefectiblemente en el sistema judicial de Occidente, en especial, en las causas criminales.

 

Por otro lado, se señala que esta institución nace procesalmente cuando se genera la distinción entre los jueces de hecho y los de derecho. Al respecto, Dunbar (2019) señala lo siguiente.

Es evidente que en toda resolución judicial existen siempre dos términos distintos: el hecho justiciable y el derecho aplicable al mismo, que constituyen las bases precisas en que ha de fundarse dicha resolución. Se sostiene como fundamento del jurado que para la apreciación y debida aplicación del derecho, se requiere por parte del juzgado conocimientos jurídicos precisos, siendo indispensable la concurrencia de un juez profesional o perito, pero que para discernir acerca del hecho u hechos —objeto de contienda judicial— no son necesarios los conocimientos jurídicos o técnicos, bastando la razón natural y el buen sentido propios de la inteligencia humana, a pesar de la limitación de la misma. (p. 52)

En ese orden, los jurados serán considerados como aquellos jueces de hecho cuyo razonamiento no deberá estar basado en ningún precepto revestido de legalidad, sino sola y estrictamente en la razón y la buena fe humana, se convertirán en un tribunal sui géneris que se encargará de efectuar un ejercicio cognitivo sobre el hecho que conoce para emitir un fallo, esperando ser justo, conforme a la finalidad del derecho.

 

De acuerdo con ello, esta institución jurídico procesal, especialmente en el ámbito criminal, ha estado presente desde los inicios de nuestra vida como república. Nuestras primeras cartas políticas instauradas durante el siglo XIX la integraron como parte de los principios del programa procesal penal de la época, pero como una simple declaración teórica, esto es, sin ninguna aplicación práctica durante todos esos años. Su reconocimiento parte con la Constitución de Cádiz de 1812, cuyo artículo 301 disponía expresamente que «la institución de jurado se implantaría en lo sucesivo, cuando las circunstancias lo permitieran», desde ese momento quedó como una mera «aspiración democrática» (Dunbar, 2019, p. 339).

 

Esta tradición política y procesal se replicó hacia el inicio de nuestra vida republicana en las constituciones de 1823 hasta la de 1839, según lo hemos establecido en los acápites precedentes. La institución del jurado aparece en nuestro medio, en palabras de Dunbar (2019), de la siguiente manera:

Como un principio de la naciente democracia, como una idea fuerza. Tuvimos jurado desde esas primeras bases legislativas, pero jamás se ensayó en la práctica. Se le tomó como saludable enseña democrática, muy propia de un país que acababa de independizarse y que hacía su acopio de leyes e instituciones en todas las legislaciones de las grandes naciones europeas, sin preocuparse de la realidad, sujeto de experimentación. (p. 340)

La aplicación de la figura de los jurados o jueces de hecho nunca se concretó. No hubo intención alguna por parte de los legisladores de reglamentar esta institución. Las constituciones de la época la enuncia- ban en sus textos y establecían una posterior legislatura que nunca se materializó. Tal disposición puramente enunciativa resulta inexplicable para los historiadores, más aún ya que esta «no reclamaba ninguna tradición histórica, y la realidad jurídica se pasaba muy bien sin esa institución exótica» (Dunbar, 2019, p. 341) para nuestro entorno. Continuando con su comentario, Dunbar (2019) señala:

Las posteriores constituciones —hasta la del 56— resultado todas de movimientos revolucionarios, tenían que respetar ese principio, que se presumía eminentemente democrático; así, por obra de las ideas políticas, nuestras primeras Cartas Políticas consideraron la institución del jurado entre sus principios constitucionales. Es también evidente que nuestros legisladores republicanos no creyeron nunca sinceramente en esa institución. Siguieron la corriente establecida por las primeras bases constitucionales, y repitieron con ligeras variantes el artículo constitucional que declaraba la institución. (p. 341)

Manuel Lorenzo Vidaurre, quien fue uno de los principales propulsores y defensores de esta figura, evidencia en su proyecto de Constitución en 1833 una «sorprendente fidelidad del sistema inglés —poco del francés— sin el menor asomo de observación realista del medio al cual iba a aplicarse la nueva institución» (Dunbar, 2019, p. 345).

En ese proyecto se establece que el juez de paz, elegido anualmente, debía encargarse de la formación de las listas de los jurados. Los jurados debían ser de acusación —jurados mayores— y de calificación —jurados menores—. Se consignaban los requisitos para ser jurado mayor o menor, las excepciones y las incompatibilidades, el modo de formación de las listas, etc. El proyecto Vidaurre ha sido pues el primer ensayo de organización de la institución del jurado, porque —como hemos visto— las Constituciones se limitaban a la declaración de la institución. (Dunbar, 2019, p. 345)

La Constitución de 1856, tras su encuentro con la realidad, destierra la institución del juicio por jurados. Omitió tales declaraciones, que los historiadores denominan como inútiles, y rompió «la tradición que, desde 1822, consagraba teóricamente al jurado en principios legislativos uniformes y sin trascendencia» (Dunbar, 2019, p. 343). Ya hacia la promulgación del primer Código de Enjuiciamientos en materia criminal de la república en 1863, se ignoró el sistema de jurados, conforme a la Constitución de 1860, que siguió con lo dispuesto por la de 1856.

Sin embargo, el único caso en el que se aplicó de forma efectiva, aunque sin mayor relevancia, correspondió al juicio por jurados en materia de imprenta. Para tales efectos, es menester referirnos a la ley española de imprenta de 1823, en la que se legislaba sobre la extensión de la libertad de imprenta, sobre los abusos de esa libertad, sobre la calificación de los delitos abusivos de la libertad de imprenta, sobre las penas correspondientes a esos delitos, sobre las personas responsables y sobre las que no podían denunciar los impresos. (Dunbar, 2019, p. 347) El difunto profesor Ramos Núñez describía la situación y el procedimiento de la siguiente manera:

El hecho que las publicaciones subversivas, sediciosas, obscenas o contrarias a las buenas costumbres produzcan acción popular traducida en la prerrogativa de cualquier ciudadano y de los fiscales con capacidad y habilitad para denunciar todo abuso de la libertad de imprenta, salvo el de las injurias; legitima la institución del jurado. Los concejos municipales, en los lugares donde haya imprenta, nombran dentro de los primeros quince días de su instalación, treinta y dos personas, que deben tener las condiciones que la Constitución exige para los diputados.

Están impedidos para el cargo de jueces de hecho quienes ejerzan jurisdicción, las autoridades políticas, los secretarios y empleados en sus secretarías y los comandantes de fuerzas. La denuncia se hace ante el alcalde. En cada juicio funcionan dos jurados, cada uno de siete miembros designados por la suerte. El primero declara si hay o no lugar a formación de causa, y el segundo absuelve o condena usando de la nota de calificación respectiva, después de las diligencias que practica el juez de 1a instancia, para recoger los impresos y para la averiguación del responsable. (p. 22)

Este sistema duró muy poco, pero sirvió para que nuestro país advirtiera las graves dificultades que la aplicación de este mecanismo generaría.

 

3.  CONCLUSIONES

Nuestro país vive, desde hace ya algunos años, la transición de pensamiento entre el Estado de legalidad al Estado constitucional, e incluso convencional, de derecho. Y cuando me refiero a pensamiento, hablo estrictamente del fuero interno de los operadores de justicia que aún no conciben el cambio que, al menos en teoría, ya ha tomado posición. En ese sentido, debe entenderse que toda rama del derecho se encuentra revestida, impregnada y supeditada, en primer orden, a lo dispuesto por la Constitución Política del Estado y a los tratados internacionales en los que el Perú es Estado parte. Así, debe ponerse especial énfasis en este anotado suceso dentro del siempre cuestionado proceso penal peruano.

Preocupantemente, muchos de los jueces en el Perú aún no toman conciencia de esta situación, por lo que asumen que el programa penal peruano se construye estrictamente sobre la base de la ley, cuando su pilar fundamental es la Constitución. Si no se toman en cuenta sus principios fundantes, no será posible ejecutar un proceso penal eficaz y, sobre todo, justo para las personas. En ese sentido, es menester identificar, siquiera antes de revisar la legislación especial en materia penal y procesal penal, el núcleo duro que la Constitución contiene sobre dicho proceso, principios a partir de los cuales deberá iniciarse el proceso de juzgamiento de forma legítima.

Así pues, si bien el concepto de programa procesal penal de la Constitución es uno de corta data, cuya génesis se encuentra hacia los años ochenta en la doctrina española, es posible identificarlo también en las cartas políticas contenidas en la historia constitucional peruana. Mientras que en la actualidad el sostén del proceso penal se encuentra en el respeto por los derechos fundamentales, en el pasado los principios eran algo más reducidos, por el propio desarrollo del constitucionalismo de la época. A pesar de ello, resulta importante estudiar la Constitución procesal penal histórica, especialmente del siglo XIX, ya que es este el siglo que alberga nuestros primeros años como república, y en donde podremos encontrar los antecedentes más próximos de muchos de los principios que, incluso, son reconocidos hasta la actualidad.

El siglo XIX vio nacer al Perú como República. La inexperiencia propia de una nueva república se vio reflejada en su legislación constitucional, y más aún haciendo especial énfasis en el proceso penal peruano de la época. Ya desde la Constitución de Cádiz de 1812 se gestaron los principios básicos que nos acompañarían hasta el día de hoy: el principio de pluralidad de instancias, el principio de publicidad, el derecho a la no autoincriminación, el principio de motivación de las resoluciones judiciales y la aplicación del juicio por jurados en materia criminal, que resultó quedando en una simple declaración teórica y democrática, sin ningún valor práctico, salvo en el único y breve caso del juicio por jurados en materia de imprenta.

Todos estos principios se vieron reflejados en la legislación procesal penal de la época, y se tuvo como primer Código republicano al de Enjuiciamiento en Materia Criminal hacia el año 1863, siguiendo la línea de la Constitución de 1860, que, aunque de corte principalmente inquisitivo, mantenía características propias del proceso acusatorio.

En suma, considerando que el programa procesal penal de las constituciones del siglo XIX no tuvo mayores cambios y, más bien, mantuvo una línea bastante homogénea durante la época, es importante entender este concepto desde el punto de vista histórico para conocer la evolución de cada uno de estos principios, saber su génesis y cómo todos estos fueron aplicados en distintas épocas, bajo distintos contextos culturales, sociales y tecnológicos. Es importante tener conocimiento de cómo el proceso penal ha cambiado a través del tiempo para asumir una posición crítica del proceso penal en la actualidad, así como del proceso de constitucionalización de este. El proceso penal debe siempre entenderse desde su génesis en la Constitución, y esta siempre deberá contar con herramientas que respondan a su realidad y no a un mero cántico teórico, que se jacte de democracia, como se pretendió hacer con el juicio por jurados.

 

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 Recibido: 18/12/2023

Revisado: 27/2/2024

Aceptado: 5/12/2024

Publicado en línea: 28/12/2024

 

Financiamiento

Autofinanciado.

Conflicto de intereses

El autor declara no tener conflicto de intereses.

Contribución de autoría

La contribución del autor en el artículo es completa.

Agradecimientos

A mis compañeros de la maestría en Derecho Constitucional y Derechos Humanos de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (2021-2022) y a la cátedra de Historia del Derecho Constitucional Peruano del Dr. Raúl Chanamé Orbe, en donde se produjo este trabajo.

Biografía del autor

Diego Alonso Noronha Val es abogado por la Universidad de Lima. Con estudios de maestría en Derecho Constitucional y Derechos Humanos por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, estudiante de la maestría en Derecho Penal por la Universidad de Buenos Aires y egresado de la maestría en Gestión Pública del programa de EUCIM y la Universidad de San Martín de Porres. Es asistente de juez superior en la Cuarta Sala Penal Liquidadora de la Corte Superior de Justicia de Lima, así como autor de artículos científicos.

Correspondencia

diego.noronha@unmsm.edu.pe