Artículo de
investigación
El programa procesal penal en las constituciones
del siglo XIX: un breve repaso histórico
al juicio por jurados en el Perú
The Criminal Procedural Program in 19th-century Constitutions: A brief historical review of jury trials in Peru
O programa processual penal nas constituições do século XIX: uma breve revisão histórica do julgamento por jurados no Peru
Diego Alonso
Noronha Val
Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima, Perú)
Contacto: diego.noronha@unmsm.edu.pe https://orcid.org/0009-0007-3358-6641
RESUMEN
El proceso penal se construye a
partir de la Constitución. La regulación legal que se le otorga no es
independiente, sino que surge indefectible- mente de la norma capital del Estado. Es precisamente en este instrumento que se recoge el marco de principios
generales que es a partir del que se sancionan
las reglas específicas que rigen al proceso penal en una nación. A esta médula teórica se le
denomina en la doctrina hispanoamericana Programa procesal penal de la Constitución, y en la portuguesa Constitución procesal penal.
Nace en la década
de los ochenta, con el cambio de paradigma de la Constitución española de 1978. Es, posteriormente, sometida a debate en el Perú con la
Constitución de 1993. En tal sentido, es lógico que no existan trabajos de
investigación dirigidos a analizar el programa
procesal penal histórico en las
constituciones nacionales. Así, con este manuscrito se pretende
conocer parte del programa procesal penal que se gestó durante el siglo XIX en el Perú, y se hará un especial énfasis en la
institución del juicio por jurados, escasa- mente abordado por la doctrina nacional por su
ineficaz planteamiento durante tal época. No pretende este texto formular un
análisis exhaustivo, sino una aproximación a los conceptos
de programa procesal penal de la
Constitución y al juicio por jurados, que permita difundir su investigación y su análisis histórico.
Palabras clave:
programa procesal
penal; Constitución; garantías; jurados; historia.
Términos de indización: Constitución; garantías jurídicas; procedimiento legal; aplicación de la ley;
historia (Fuente: Tesauro Unesco).
ABSTRACT
The criminal process is built upon the Constitution. Its legal regulation is not independent but arises inevitably from the fundamental norm of the State. It is precisely within this instrument that the general framework of principles is established, from
which the specific rules governing the criminal process in a nation are
derived. This theoretical core is referred to in Hispanic-American doctrine as
the Procedural Criminal Program of the Constitution, and in Portuguese doctrine as the Procedural Criminal Constitution. It emerged in the 1980s,
coinciding with the paradigm shift brought by the Spanish Constitution of 1978, and was later debated in Peru with the 1993 Constitution. In this context, it is logical that there are no research studies aimed at analyzing the historical procedural criminal
program in national constitutions. Thus, this manuscript seeks to explore part of the procedural
criminal program that developed during the 19th century
in Peru, with a particular focus on the institution
of
trial by jury,
a topic rarely addressed by national doctrine due to
its ineffective implementation during
that period. This text does not aim to provide
an exhaustive analysis
but rather an introduction to the concepts of the procedural
criminal program of the Constitution and trial by jury, intended to promote their investigation and
historical analysis.
Key words: criminal procedural program; Constitution; guarantees; juries; history.
Indexing terms: Constitution; right to justice; legal procedure; law enforcement; history (Source: Unesco Thesaurus).
RESUMO
O processo penal é baseado na Constituição. A regulamentação legal concedida não
é independente, mas decorre infalivelmente
da norma de capital
do estado. É precisamente nesse instrumento que a estrutura de princípios gerais é estabelecida, a partir
da qual as regras
específicas que regem o processo penal em uma nação são sancionadas. Esse núcleo teórico é chamado
de Programa processual penal
da Constituição na doutrina latino-americana e, na doutrina portuguesa, de Constituição processual penal. Ele nasceu na década de 1980, com a mudança de paradigma
da Constituição
espanhola de
1978. Posteriormente, ela foi debatida no Peru com a Constituição de 1993.
Nesse sentido, é lógico que não
há nenhum trabalho de pesquisa destinado a analisar o programa
processual penal histórico nas constituições nacionais. O
objetivo deste manuscrito é fornecer uma visão de parte do programa processual penal desenvolvido durante
o século XIX no Peru, com ênfase especial na instituição do julgamento por jurados, que quase
não foi abordada pela doutrina nacional devido à sua abordagem ineficaz durante esse período. Este texto não pretende
ser uma análise exaustiva, mas sim uma abordagem dos conceitos do programa
processual
penal da Constituição e do julgamento por
jurados, o que permitirá a divulgação de sua pesquisa e análise histórica.
Palavras-chave: programa processual penal; Constituição; garantias; jurados; história.
Termos de indexação: Constituição; garantias legais; procedimento legal; aplicação da lei; história (Fonte:
Unesco Thesaurus).
1.
INTRODUCCIÓN
El proceso penal es el mecanismo
más sofisticado de reconstrucción de hechos pasados que la humanidad ha producido históricamente. Su concepto ha sido construido a partir de dicha
finalidad y se le entiende habitualmente como el conjunto de actos, trámites o
rituales que coadyuven al ejercicio de recomposición del pretérito evento manifestado en la realidad. Sin embargo, su complejidad trasciende
su mera finalidad instrumental. No es el proceso, como señala Rodríguez
(2006), un «anárquico deambular de secuencias, sino un mecanismo de
resoluciones o redefinición de conflictos generados por los delitos, que se
edifica para operar al servicio de la colectividad, las víctimas y los
procesados» (p. 73).
Esta visión
ontológica del proceso penal no encuentra su fundamento en la ley. A través de
dicho instrumento solo se logra su operacionalización en la práctica judicial
forense. Su esencia y sus cimientos se erigen estructuralmente, por el
contrario, de las constituciones de cada Estado. Son, precisamente, los
principios, los valores y las disposiciones recogidos en ella los que permiten
identificar los límites que cada país impone al ejercicio del poder de coerción
estatal, lo que se traduce en el reconocimiento de mayores o menores garantías
para los sujetos que se ven sometidos a él. De ahí que Maier (2017), citando a
Goldschmidt, señale que «el proceso penal de una Nación es el termómetro de los
elementos democráticos o autoritarios de su Constitución» (p. 91). Sería el
proceso penal, por tanto, su expresión directa y tangible.
Esta
situación, sin embargo, no termina de ser asumida de manera cabal por los
Estados. Tal como expresa Zagrebelsky (2011), «no ha
entrado plenamente en el aire que respiran los juristas» (p. 10). La
resistencia de los jueces de hacer primar la Constitución por sobre la ley
demuestra que nos encontramos aún en el arduo tránsito histórico de entenderla no
como una norma política con fines meramente declarativos, sino como una
expresión normativa vinculante a todos los integrantes del aparato estatal. Más
aún, al tratarse del proceso penal, debe considerarse que es en ella que se
prevé su fundamento a través de lo que el profesor español Arroyo Zapatero
denomina el Programa Penal de la Constitución, del que claramente se extrae su
facción adjetiva
Este concepto
está referido al conglomerado de normas, contenidas en la Constitución, que estructuran al proceso penal. Conforme señala Rodríguez (2006),
responde al «espíritu, modelo y las vigas maestras
del mecanismo estatal de resolución de conflictos con relevancia jurídico penal» (p. 73). No trata, por ende, de proponer soluciones concretas a
las divergencias penales, como corresponderá a la legislación adjetiva especializada, sino que fija los
principios fundantes que rigen y limitan los mecanismos persecutorios del
delito en una nación. Esto determina que la ley sobre la materia deberá siempre
interpretarse según dicho núcleo.
El cambio de paradigma que supuso la Constitución española de 1978 permitió que, hacia la década de los ochenta, se
debatiera sobre el programa penal y procesal penal en España.
En el Perú, por el contrario,
el desarrollo académico sobre este instituto no se dio sino hasta el siglo XX,
con la promulgación de la Constitución Política de 1993. Aun así, en la actualidad, el abordaje sobre el particular no es extenso.
Menos aún se ofrecen análisis históricos sobre el
programa procesal penal de las constituciones del Perú. En ese sentido, el
presente trabajo de investigación analizará el proceso
penal peruano desde la historia
de las constituciones y se identificará el programa específicamente recogido en las cartas polí- ticas del siglo XIX.
Al respecto, además de abordar la
concepción procesal penal con- tenida en la Constitución histórica, esta
investigación pretende también aproximarse a una institución escasamente
tratada en la historia constitucional peruana: el juicio por jurados, cuya
relevancia práctica resultó menor, pero que representa un episodio en la historia constitucional peruana que no podemos
soslayar, como parte del conocimiento integral de dicho suceso.
2.
DESARROLLO
2.1.
Proceso penal y Constitución
Sabido es que la integridad del ordenamiento jurídico se encuentra sometida a la Constitución. Su fuerza normativa
irradia a todo el aparato estatal y a la sociedad en su conjunto. De ahí que no exista espacio jurídico
y social exento de su control. Es a través de este instrumento
que se procura cumplir con el ideal,
conforme señalan Zagrebelsky et al. (2020), de transformación del poder despótico en
poder benéfico
para
la sociedad o la derrota del poder
arbitrario y la victoria de los derechos de los ciudadanos (p. 384). Dicha
transición solo puede lograrse a través de una norma matriz o de rango superior
que prime como vértice de todo el ordenamiento jurídico.
Por consiguiente, es fundamental
que el proceso penal se diseñe sustancialmente a partir de la Constitución. Aun cuando esta figura se considere
un objeto de estudio autónomo, la producción y la interpretación de las normas
procesales que la operativizan deben ser adecuadas a ella, no solo para mantener la coherencia
interna del sistema jurídico, sino, especialmente, para contener el ejercicio del poder de coerción estatal. De ahí que Baumann (1986), citando a Henkel, señale que el proceso
penal no es un objeto de análisis meramente formal o técnico jurídico, sino, más bien, expresión del derecho constitucional aplicado (p. 29). Así también
Maier (2017), quien
precisa que «el Derecho procesal penal es un estatuto de garantías» (p. 91).
Dicha concepción del proceso penal solo operará, sin embargo, siempre que se entienda que la Constitución posee intrínsecamente vigencia normativa y
no meramente
declarativa. No es, en realidad,
el instrumento
escrito el que permite al proceso penal manifestarse, sino, más bien, la fuerza
imperante atribuida por los propios
ciudadanos y los operadores de justicia. Es esa la única manera
en que se puede tener
una Constitución real y efectiva, lo que, a su vez, determina el concepto
ontológico del proceso penal como instrumento de servicio al ciudadano.
Tal como expresa Lasalle (2005):
Allí donde la Constitución escrita
no corresponde a la real, estalla inevitablemente un conflicto que no hay manera de eludir y en el que a la larga, tarde o temprano, la Constitución escrita, la hoja de papel, tiene necesariamente que suscribir ante el empuje de la Constitución real, de las verdaderas fuerzas vigentes
en el país. (p. 34)
El sistema procesal penal, por tanto, «no se trata de un artificio alambicado» (Lorca, 2017, p. 130). No es un mero subsistema instrumental, sino que es expresión directa de la carta
política y es a través de ella que se construye tangiblemente la contención al ius puniendi del Estado.
2.2.
Concepto de programa procesal penal en la Constitución
El concepto amplio de Programa Penal y Procesal Penal en la Constitución es acuñado en la doctrina española hacia finales de la década de los ochenta. Es el profesor Luis Alberto Arroyo Zapatero quien se encargó de identificarlo y someter a debate su
contenido, este precisó que
«resulta necesario estudiar la Constitución Política para extraer de su tenor
literal, de los principios generales que consagra y de su espíritu lo que en
doctrina viene denominándose Programa Penal de la Constitución» (Sota, 2013, p. 6). Con ello, se puso de manifiesto el proceso de constitucionalización del proceso penal.
La jurisprudencia sentada por la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador, en la sentencia recaída en el proceso acumulado de los Expedientes n.os 52-2003/56-2003/57-2003 enuncia con claridad
en su fundamento III.1 que el programa penal, extensivo al procesal penal, en la Constitución corresponde al
conjunto de postulados político-jurídicos y
político criminales que constituye el marco normativo en el seno del cual el legislador
penal puede y debe tomar sus decisiones
y en el que el juez ha de inspirarse para interpretar las leyes que le
corresponda aplicar.
En ese sentido, con plena claridad
agrega que serán los principios constitucionales del derecho penal, aunados a
los del proceso penal, los que definan el modelo constitucional de responsabilidad penal, esto es, «las reglas del
juego fundamentales tanto para la estructuración normativa de los delitos y las
penas en sede legislativa, como en la aplicación judicial» (Expedientes n.os 52-2003/56-2003/57-2003,
fundamento III.1). En la doctrina portuguesa, a diferencia de la
hispanoamericana, al mismo concepto
se le denomina Constitución procesal
penal. Barreiros (1988) se refiere a este como «un enunciado
de prescripciones, mandatos
y situaciones subjetivas formuladas de modo abstracto, con un contenido abierto, y con un ámbito de
previsión para cuya delimitación normativa la propia Constitución no ofrece
elementos seguros ni preordena reglas interpretativas» (p. 722). La carta política no describe procedimientos
específicos, sino que fija criterios
generales que permiten interpretar al proceso penal conforme al espíritu que
cada país conciba de su sistema de garantías. Y resultan estos de tal
abstracción que permiten mantener su vigencia sin importar el específico momento histórico en el que se desarrolle. En particular, el programa procesal
penal de la Constitución se construye como una fórmula amplia, que no es rígida
y que pretende solo perennizar ideas
nucleares que determinen el ejercicio predecible del poder estatal
en el proceso penal, elemento
que responde propiamente a la voluntad de los constituyentes. Es en ese sentido que Sota (2013) señala
que «este Programa
Penal de la Constitución responde
a un determinado modelo de la Constitución establecido por el Constituyente, el cual viene a configurarse como Ley Marco» (p. 6).
De acuerdo con lo señalado, a
través del programa procesal penal instaurado en la Constitución, podremos
identificar en cierto momento histórico un modelo de pensamiento constitucional
penal determinado y la forma en que pretendía
aplicarse en la realidad. En ese orden, «la premisa básica de un Programa
Penal de la Constitución es entender que el legislador se encuentra en la obligación de legislar en materia penal tan solo a partir de los postulados de la Carta
Fundamental» (Sota, 2013, p. 5), por lo que esta debe
entenderse como la base angular del proceso per
se. Precisamente, la Constitución fundamenta los contenidos penales y procesales penales de la legislación, por ello este programa adquiere relevancia aplicativa real, y no meramente
teórica, a través del devenir histórico.
2.3.
El programa
procesal penal en las constituciones del siglo XIX
Como resulta lógico, el
entendimiento del proceso penal en la novísima República del Perú del siglo XIX es sustancialmente distinto al de los siglos posteriores. Los preceptos jurídicos del
proceso penal respondían a la transición independentista de la época. Se pasó
del derecho de la colonia a establecer un ordenamiento
jurídico propio, en términos teóricos,
con los
errores y las deficiencias que supone una naciente república hispanoamericana sin sentido de nación forjado.
Ciertamente, el nuevo orden
jurídico establecido en el Perú republicano, aunque propio, no resultó de la
simple influencia de la legislación europea más avanzada, sino de su copia. Esta situación procuró
que la Constitución contuviera instituciones jurídicas sin condecirse con la realidad del país, lo que no significó más que una presunta alabanza al ordenamiento jurídico occidental. Aunque lógico y comprensible, tomando en cuenta los años en los que el Perú
vivió como colonia española, el programa procesal penal peruano del siglo XIX
fue demarcado por la Constitución de Cádiz de 1812. En ese sentido, sin
corresponder a la historia republicana independiente del Perú, es menester
referirnos a ella en primer término, para pasar luego por el resto.
2.3.1.
La Constitución de Cádiz de 1812
Este es el primer instrumento
político en utilizarse en la historia constitucional peruana. Es en el capítulo
III del título V que se formularon los fundamentos de la administración de
justicia en lo criminal, es decir, el programa procesal penal de esta Constitución.
El
primer elemento a tomar en cuenta, aunque
en apariencia banal, corresponde a la denominación de impartición de justicia criminal y no penal. El conjunto de normas que
asocian comportamientos social- mente anómalos y repudiables con sanciones,
como ejercicio del poder punitivo del Estado, fue conocido, hasta
mediados del siglo
XVIII, con el término derecho criminal. Es en ese momento de la
historia que se concibe, paralelamente,
el concepto
de derecho
penal, que
pretendía abarcar una definición más amplia de este fenómeno
social. No será sino
hasta inicios del siglo XIX que se producirá este cambio conceptual
importante para la ciencia
penal, basada principalmente en la consolidación del principio de legalidad. Al respecto, explica
Maurach (1948) lo siguiente:
Esta
modificación, que a primera vista representa un simple cambio de
acento, encierra uno de los cambios valorativos más trascendenles para el derecho penal de la época posterior. En las palabras delito (y, en consecuencia, en la de derecho criminal, añadimos
nosotros) se da algo prejurídico penal, en tanto suena a injusto y a
culpabilidad antes de la ley positiva. El término derecho penal alude a la ley, por cuyo solo mandato, con
derogación de derecho consuetudinario, omnipotencia judicial y arbitrio del
gobierno, se convertirá una determinada conducta desvalorada en delito punible, sometido al poder punitivo del
Estado. (p. 4)
Mir Puig (2003), por otro lado, critica dicha posición:
si bien es cierto que «derecho
penal» expresa la necesidad de que las penas se hallen previstas por la ley (por el derecho), no lo es menos que «derecho criminal» da idea de que no es delito (crimen) lo que no esté descrito
como tal por el derecho.
Cada una de ambas
designaciones apunta a uno de los extremos de la fórmula «nullum crimen, nulla poena sine lege», sin que pueda decirse
que una es más fiel a ella que la otra. (p. 12)
Lo concreto, sin embargo, es que el derecho criminal fue conceptualmente desplazado por la aparente mayor capacidad
explicativa del derecho penal, que se
arraigaría en España, Italia, Francia y Alemania. Durante esta transición, la Constitución de Cádiz mantuvo la denominación de derecho criminal, que subsistió además en todas
las cartas políticas del siglo XIX.
Ahora bien, el capítulo III
mencionado se compuso de veintidós artículos, del 286 al 308. Este recogía una
serie de garantías procesales reconocidas como necesarias, producto del momento histórico en el que
esta Constitución fuera promulgada. Al respecto, debe recordarse que la
Constitución de Cádiz fue aprobada durante una etapa de gran convulsión social y política
en España. Los problemas dinásticos entre Carlos IV y Fernando VII fueron aprovechados por el genial estratega militar francés
Napoleón Bonaparte, quien, en cumplimiento de su plan de bloqueo continental a
Inglaterra, invadió la península ibérica para hacerse paso hacia Portugal. Así,
la guerra de la independencia española, entre 1808 a 1814, provocó a su vez una
profunda crisis del sistema carcelario. Sobre este momento histórico, Martínez (2011) narra:
En efecto, las Cortes en sus
primeras semanas de funcionamiento habían comenzado a dar traslado a la
Regencia de las reclamaciones de los procesos que se pudrían en cárceles, de las arbitrarias detenciones, de las consecuencias
de la asunción por parte de las autoridades militares del conocimiento de los delitos
de infidencia, etc.
Pero no tardaron las Cortes en variar su actitud ante estos problemas, asumiendo el papel de
intervenir directamente en la solución de estos asuntos y no solo de interesarse por estas causas. En
ello concurrían razones de humanidad, pero acaso también el cálculo político de
quienes pensaban que el nuevo régimen constitucional
pendía de la confianza que generasen las nuevas instituciones en la
mejora y regeneración de los derechos de los españoles. (p. 393)
Tal como lo plantea el autor, la Constitución de Cádiz de 1812 significó la instauración de un régimen constitucional que reconociese las garantías procesales y de
ejecución criminal que permitiesen atender los pedidos de la comunidad carcelaria española frente a un sistema penal arbitrario generado por la
invasión militar francesa. La intención del Estado de asumir un rol interventor en las causas criminales que procurase darles celeridad
se consagró en el artículo 286, que prescribía lo siguiente: «Las leyes arreglarán la administración de justicia en lo criminal, de manera que el proceso sea formado con brevedad y sin vicios, a fin de que los delitos sean prontamente
castigados». Es así que el hoy reclamado principio de celeridad procesal, conjugado al derecho al plazo
razonable, se gestaba expresamente en la Constitución de aquella época, en el marco de una situación de hacinamiento carcelario grave, muy similar a la del Perú actual.
Por otro lado, el artículo 287 precisaba:
ningún español podrá ser preso sin que preceda información sumaria del hecho, por el que merezca según la ley
ser castigado con pena corporal, y asimismo un mandamiento del juez por escrito que se le notificará en el acto mismo de la
prisión.
De aquí se extrae claramente el hoy conocido, y muy invocado, principio y garantía de imputación
necesaria, esto es, obtener una descripción
clara y exhaustiva de los cargos
por los que a un ciudadano se le
pretendería procesar y, más aún, detener. De la misma forma, prescribe que deberá existir resolución escrita del juez para tales efectos, y será una de las dos formas, aunado con los supuestos de flagrancia delictiva,
que se reconocen en los tiempos modernos para ser detenido.
Asimismo, el enunciado normativo del artículo 289 reconoce el concepto de lo que hoy en día corresponde a una medida de coerción personal. En esta, se señala que «cuando hubiere
resistencia o se temiere
la fuga, se podrá usar de la fuerza para asegurar a la persona». Ya desde esta época se asumía el concepto del periculum in mora, o peligro en la demora, que advierte respecto de una alta
probabilidad de fuga por parte del ciudadano imputado. Esto justifica históricamente la concepción moderna de las medidas
cautelares personales en el país, en la medida que con esta norma se pretendía
el aseguramiento de la presencia del sujeto encausado en el proceso
penal, para el cumplimiento de sus fines. De otro lado, el artículo
291 establece con claridad que «la declaración del arrestado será sin juramento, que a
nadie ha de tomarse en materias
criminales sobre hecho propio». Esta descripción evoca lo que en tiempos
actuales se denomina derecho a la no autoincriminación.
Dicho derecho garantiza a toda persona no ser obligada a descubrirse contra sí misma (nemo tenetur se detegere), no ser obligada a declarar contra sí misma (nemo tenetur edere contra se) o, lo que es lo mismo, no ser obligada a acusarse a sí misma (nemo tenetur se ipsum accusare).
Tal como expresa el Tribunal
Constitucional peruano en la sentencia recaída en el Expediente n.o 03-2005-PI/TC. En ese sentido,
ningún ciudadano español o americano de
aquella época podría ser obligado a declarar su propia culpabilidad, con ello se garantizaba el derecho a guardar
silencio sobre los hechos en los cuales se ha visto involucrado.
En cuanto al artículo 293, este recoge el principio
de la debida motivación de la
resolución judicial, cuando señala que «si se resolviere que al arrestado se le ponga en cárcel, o que
permanezca en ella en calidad de preso, se proveerá
auto motivado». La tendencia de la motivación de las resoluciones judiciales nace en la Francia del siglo XVIII tras la revolución, con la que se impone la obligatoriedad
de este ejercicio por la desconfianza a la magistratura, situación alentada por
la arbitrarie- dad asumida en la etapa monárquica que venía a derrumbarse. Ello
se consolidó con múltiples reformas legislativas que impulsaron la
positivización de esta garantía en el ordenamiento jurídico de demás estados de Occidente.
Sin embargo: en América Latina,
si bien el período colonial
muestra, por lo gene-
ral, un predominio de la no motivación, la tendencia motivacioncista logró imponerse en dos etapas: la primera,
como derivación de principios, preceptos y garantías, como el derecho a la
defensa y el debido proceso legal; y luego, como obligación
ya prescrita expresamente en el texto
constitucional. (Espinosa, 2010, p. 29)
Así, la Constitución de Cádiz sigue
la tendencia liberal por la que toda decisión judicial
deber contener las razones específicas y detalladas por las
que se está tomando una decisión, especialmente tratándose de un arresto, que implica la restricción del derecho a la libertad.
Ahora bien, invoca el artículo 296
la institución de la fianza en las causas criminales al prescribir lo siguiente: «En
cualquier estado de la causa que aparezca que no puede imponerse al preso pena corporal, se le pondrá en libertad, dando fianza». Este concepto, aplicado en el common law, corresponde a aquel monto pecuniario exigido a un
imputado para garantizar su retorno a los tribunales frente a una acusación criminal. En el sistema jurídico procesal penal
peruano, el concepto de fianza es equivalente al de la caución, que se define
como aquel compromiso, expreso o tácito, de buen comportamiento, entendido por lo
general como inejecución de infracciones penales, garantizado o no por el propio delincuente o un tercero, con conminación o sin ella, para uno u otro, de sufrir
determinado quebranto económico si el sancionado faltare a su obligación.
(Manzanares, 1976, p. 263)
En esta época, conforme lo establece el artículo, la fianza no sería utilizada como un mecanismo de garantía de la
presencia del imputado en el proceso criminal, sino exclusivamente para que este consiga su libertad frente
a aquellos casos
en los que una pena corpórea no le
alcanzara.
Siguiendo con el análisis, llegamos a un artículo de gran importancia para el correcto desarrollo
de un sistema procesal penal, que es la finalidad que el Estado asume que tiene
la pena con su imposición. De acuerdo con la postura que este asuma, el ordenamiento adjetivo de la materia
cambiará. Precisamente, el artículo 297 señala de forma expresa lo siguiente:
Se dispondrá las cárceles de manera
que sirvan para asegurar y no para molestar a los presos: así el alcaide tendrá a estos en buena custodia, y separados los que el juez mande tener sin comunicación, pero nunca en calabozos subterráneos ni mal sanos.
Del enunciado normativo, se advierten dos situaciones: primero, a pesar de su redacción algo genérica, podemos atribuir que la carta política de Cádiz asume la finalidad preventiva especial de la pena, que
supone «que la pena es coacción que se dirige contra la voluntad del delincuente y le proporciona los motivos necesarios
para disuadirlo de cometer el delito, a la vez que refuerza los ya existentes»
(Meini, 2013, p. 148). Esta imposición responderá al principio de razonabilidad, es decir, se impondrá la pena siempre
y únicamente que sea indispensable, de ahí que el enunciado
precise que la cárcel se dispondrá no para
molestar, sino para asegurar
al reo.
Finalmente, el artículo 302 indica que «el proceso de allí en adelante será público en el modo y forma que determinen las leyes», esto es,
que reconoce el principio de publicidad en el proceso penal de la época. Este dato permite identificar,
sin acudir a la legislación especial de la materia, una característica propia de los sistemas
penales de corte acusatorio, los cuales se rigen por este principio.
2.3.2.
La Constitución de 1823
El capítulo VIII de la sección
segunda de esta carta política se encuentra dedicado a la organización del poder judiciario. A diferencia de la Constitución de Cádiz de 1812, esta no establece una
sección específica que regula a la administración de justicia en materia criminal. Más bien, se distingue un capítulo para cada poder del Estado:
ejecutivo, legislativo y judiciario; sobre este último
enuncia las normas rectoras del sistema judicial de general aplicación en la
nueva República. Esta carta política corresponde a la primera en la historia republicana del Perú, por lo que ella se
encuentra sumamente influenciada, no solo por la Constitución que la precedió,
sino por las grandes legislaciones constitucionales de Occidente. Esta situación se replicó a lo largo de las constituciones del siglo XIX.
Este apartado consta de veintidós artículos de los que pueden extraerse puntualmente los principios que esta Constitución recogía sobre el proceso penal peruano de la época. Haciendo un resumen sobre la organización del poder judiciario en esta carta política, Pareja (1943) con maestría señala lo siguiente:
El Poder Judicial debía ser independiente, los jueces inamovibles y de por vida, salvo conducta escandalosa o ilegal. Establecía, utopía
que repetirán las Constituciones de 1826, 1828, 1834, 1839 y 1920, el
juzgamiento por jurados en las causas criminales. Creaba la Corte Suprema como Tribunal de Casación para conocer, entre otros fines, de los recursos de nulidad de las
sentencias dadas en última
instancia por las Cortes Superiores para los solos efectos de reponer y
devolver (inc. 6º, art. 100). También habría Cortes Superiores en los
departamentos y jueces de derecho en las provincias. La justicia se administraría a
nombre de la nación. (p. 24)
A propósito del artículo 113 de la Constitución en comentario, la primera referencia respecto a la generalidad del proceso peruano corresponde a que «no se conocen
más que tres instancias en los juicios». Esta norma evoca al principio
de pluralidad
de grados o instancias
en el proceso
penal peruano de la época. Sobre el particular, debe tenerse en
cuenta que este surge como principio propio o característico de un sistema
procesal inquisitivo. En la medida en que los procesamientos penales se tramitaban
bajo un secretismo absoluto, la única garantía
que podía otorgársele al procesado era
la posibilidad de acceder a una curia o Tribunal
superior que revisara el criterio asumido por aquel inferior.
Los sistemas acusatorios puros, por el contrario, asumían al principio
de publicidad como el rector
de su método, cuya coherencia interna se sustentó en la
legitimidad ciudadana, la cual se encontraba en posibilidad de fiscalizar directamente las actuaciones judiciales. En
ese sentido, considerando, además, que el artículo 107 prescribe que los actos de juzgamiento serán públicos, el sistema por el que se optó fue uno de carácter
mixto, donde confluyeron los principios rectores de ambos sistemas
predominantes.
Se
reconoció a la Corte Suprema
de la República como máxima instancia revisora, conforme al artículo 98, concordante con los artículos 99 y 100. La segunda gran instancia
correspondió a las Cortes Superiores, conforme a los artículos 101 y 102. Sobre
este último artículo, es de especial importancia señalar lo enunciado en el inciso segundo, que dispone
como atribución de las cortes superiores «conocer de las causas criminales
mientras se pone en observancia el juicio de jurados». Sobre esta cuestionada institución, nos
referiremos en la última sección del presente trabajo de investigación. Finalmente, la base
de la pirámide, y primera instancia, corresponde a los jueces de derecho, de
acuerdo con el artículo 104, equivalente a los jueces especializados en la
actualidad.
De otro lado, el artículo 117 señala que «Dentro de veinticuatro horas se le hará saber a todo individuo
la causa de su arresto,
y cualquier omisión en este
punto se declara atentatoria de la libertad individual». Si bien este se encuentra relacionado con el derecho y la garantía a la imputación
necesaria, expresa una idea incompleta, a diferencia del artículo 287 de la Constitución de Cádiz, cuya redacción era más óptima y completa, pues señalaba
que todo ciudadano
español solamente podría ser preso teniendo conocimiento íntegro de
los cargos por los que se le acusaba, además de un mandato o mandamiento judicial por escrito. Se
ha encontrado, así, una deficiencia en el reconocimiento de este principio en el programa procesal penal
contenido en esta primera Constitución nacional.
Por último, el artículo 143 instaura
a los jueces de paz, cuyo enunciado dispone que estos conocerán de las causas
criminales «sobre injurias leves y delitos menores que solo merezcan una
moderada corrección». En efecto, conforme ocurre en la actualidad con los
jueces de paz letrados, los de aquella época conocerían aquellos delitos que
vulneren el derecho al honor y otros de menor lesividad que merezcan sanciones
moderadas, lo que hoy modernamente conocemos como faltas
y que son merecedoras de sanciones menos drásticas.
En resumen, los principios
procesales penales relevantes establecidos en esta Constitución incluyen el principio de publicidad, el de pluralidad de instancias y la referencia teórica al juicio por jurados,
que se abordará posteriormente.
2.3.3.
La Constitución de 1826
El título VII es el apartado
dedicado al Poder Judicial, que se encuentra dividido en cinco capítulos, con un total
de dieciséis artículos. Esta carta política fue preparada y redactada por el Libertador Simón Bolívar como parte de su ideario político particular y se le
denominó en la literatura especializada como la Constitución Vitalicia. Al respecto, el profesor Morón (2000) resume su contenido de la siguiente manera:
La sección que la Carta de Bolívar depara para el Poder Judicial muestra un conjunto de singularidades que bien le cabe la calificación de la más fructífera para el constitucionalismo positivo peruano, de todas sus secciones. En
ella se congregan: la consagración de la independencia del poder judicial del
poder ejecutivo, su origen y control popular, la estabilidad de los cargos
judiciales, la creación de jurados,
la intención sistematizadora del ordenamiento jurídico al disponer la elaboración de Códigos en materia civil, criminal, de procedimientos y de
comercio a cargo de la Cámara de Senadores que implicaban la modernización de la Justicia, la obligación de conciliación previa, la atribución directriz a la Corte Suprema, el
juzgamiento público de causas criminales, juicios por jurados, abolición de recurso de injusticia
notoria, de la confiscación de bienes, de la confesión del reo. (pp. 222-223)
Precisamente, el capítulo V del
señalado título es la sección en la que encontraremos, nuclearmente, los principios de mayor relevancia en el programa procesal penal recogido por esta Constitución. En primer lugar, el artículo 117 prescribe lo siguiente: «Ningún peruano puede ser preso sin precedente información del hecho por el que merezca pena corporal y un mandamiento escrito del Juez ante quien ha de ser presentado». Este enunciado, a diferencia del 117
de la Constitución de 1823, es la reproducción del artículo 287 de la Constitución de Cádiz por el que se reconoce al principio de imputación necesaria frente a actos de
aprisionamiento de ciudadanos. Así, esta carta política rescata este principio correctamente descrito,
con el propósito de evitar detenciones arbitrarias y sin justificación aparente contenida en una resolución judicial.
De la misma forma, al igual que el
artículo 291 de la Constitución de Cádiz, el artículo 118 señala, a manera de
réplica, en un contexto de detención legal, que «Acto continuo, si fuere posible, deberá dar su declaración sin juramento,
no difiriéndose
esta en ningún caso por
más tiempo
que el de cuarenta y ocho horas». Aquí, nuevamente, se hace expreso reconocimiento al derecho y garantía a la no
autoincriminación, se agrega un marco temporal
de cuarenta y ocho horas
para que la declaración
se haga efectiva, con la finalidad del resguardo de la información del proceso
y el órgano de prueba.
Este artículo, a su vez, debe analizarse a la luz de lo dispuesto en el posterior artículo
121, el cual señala que
«no se usará jamás del tormento ni se exigirá la confesión al reo». Precisamente, esta Constitución proscribe toda clase de atentado contra el ciudadano detenido que suponga la extracción de información de modos
ilegales para obtener la confesión del hecho imputado. Esto coincide con el concepto de confesión sincera, en
tanto esta solo podrá ser válida si es expresada de forma espontánea y sin el uso de la fuerza como medio que socave la voluntad del ciudadano.
Asimismo, es menester revisar el
contenido del artículo 120, que indica lo siguiente: «En las causas criminales el juzgamiento será público:
Reconocido el hecho y declarado por jurados (cuando se establezcan) y la ley
aplicada por los jueces». De su lectura, se identifican dos elementos
importantes. El primero, el evidente reconocimiento al principio de publicidad de las causas criminales que, como se ha establecido en apartados anteriores, es una característica propia de un sistema acusatorio. Y, en segundo lugar, la distinción entre el sujeto que declara
el derecho de aquel que lo aplica, esto es, una diferenciación entre
los jurados y los jue- ces. Se introduce nuevamente al
jurado como engranaje en el sistema de impartición de justicia que, como se
verá, resultó totalmente ineficiente.
Así también, la Constitución de 1826:
Contempla la conciliación judicial como fase ineludible para los procesos civiles y penales de acción privada, con la finalidad de instituir un «medio (por el) que mueran al nacer gran
parte de los pleitos ruinosos, que concluyen con la fortuna de los ciudadanos».
(Morón, 2000, p. 223).
Conforme lo establece el artículo
112, que prescribe: «Habrá jueces de paz en cada pueblo para las conciliaciones, no debiéndose admitir demanda alguna civil o criminal
de injurias sin este previo requisito». En la actualidad, la conciliación sigue constituyéndose como un requisito para adquirir interés procesal
frente a una eventual disputa
ante el Poder Judicial, lo cual incentiva el uso de medios alternativos
de resolución de conflictos y, a su vez, permite reducir la histórica carga procesal de la que este poder del Estado adolece.
Finalmente, será la Constitución de 1826 la primera en la historia del Perú republicano que reconozca garantías
personales para los ciudadanos
que, como es lógico, incidirían en el trámite del proceso penal. Al respecto, el artículo 142 señaló: «La libertad
civil, la seguridad individual, la propiedad y la igualdad
ante la ley, se garantizan a los ciudadanos por la Constitución». Este catálogo representa el antecedente a
los derechos fundamentales y garantías constitucionales, propiamente dicho,
como lo concebimos en la actualidad.
De este modo, los principios
fundamentales del proceso penal en esta Constitución incluyen el principio de publicidad, la imputación necesaria, la prohibición de autoincriminación, la
conciliación obligatoria previa en casos de delitos leves
e injuria, y la referencia teórica al juicio por jurados. Estos principios se mantienen en
línea con lo establecido por la Constitución de Cádiz de 1812.
2.3.4.
La Constitución de 1828
Sobre la carta política de 1828, el expresidente Paniagua (2003) precisa que esta representa un emblema para el
constitucionalismo peruano en tanto «es la primera constitución genuinamente nacional. No solo por su contenido, sino por las circunstancias en que se expidió» (p. 1). Tras la Constitución bolivariana impuesta por el Libertador de la corriente del norte, los constituyentes de
1827 pretendieron «que la Constitución reflejara la identidad, esencial y
privativamente peruana, y su voluntad de constituirse como una nación
verazmente soberana e independiente, ajena, por entero a los proyectos políticos del libertador» (Paniagua, 2003, p. 1). Sin embargo,
en cuanto a la legislación constitucional referida
al Poder Judicial, esta mantuvo la tradición de la Constitución anterior que, a su vez, siguió los preceptos
de la Constitución de Cádiz, y mantuvo todos los principios procesales penales contenidos en ella, ya desarrolla-
dos en la sección correspondiente.
Así, el título sexto es el
dedicado, en esta Constitución, a la organización del Poder Judicial. Este contiene cuatro
subtítulos, los tres primeros referidos a los órganos de impartición de
justicia de acuerdo con la instancia, y el último de ellos referido a la administración de justicia per se, sin
dedicar apartado especial alguno a la justicia civil o criminal. Sobre la concepción de este poder del Estado para la época, Pareja (1981)
nos menciona lo siguiente:
La constitución se refería
extensamente al Poder Judicial, aunque introdujo pocos cambios en relación con
las anteriores. Los jueces eran inamovibles, salvo destitución por sentencia
legal. El presi- dente de la República nombraba, a propuesta en terna del
Senado, a los vocales de las Cortes Suprema y Superior y a los
Jueces de
Primera Instancia, a propuesta en terna de la respectiva corte superior […]
creaba tribunales especiales para el comercio y la minería. Incurría en el error
de establecer jurados
para las causas
criminales, aunque mientras se organizaba aquellos, seguirán conociendo
de los procesos, los Jueces permanentes. (p. 55)
Tal como en las constituciones pasadas, la Corte Suprema se instauró como tercera
y última instancia revisora, esta era la que conocía los recursos de nulidad. Asimismo, las
causas en segunda instancia serían conocidas por las Cortes Superiores y, en la base de la pirámide, los jueces de primera instancia. De igual
forma, el artículo 120 reconoce a los jueces de paz en cada pueblo para actuar, tal
igual como en la Constitución pasada, de conciliadores en los casos criminales por injurias. Precisamente, Paniagua (2003) señala:
Conforme al principio de
separación, el poder judicial, organizado jerárquicamente hasta la Corte Suprema, gozaba de la misma supremacía e independencia que los otros
poderes. Los jueces,
por tanto, eran perpetuos
y sujetos a responsabilidad para evitar la arbitrarie-
dad en el ejercicio del poder y los abusos en que podrían incurrir en su actuación. (p. 141)
El artículo 124 señala que «No habrá más que tres instancias en los
juicios, limitándose la tercera a los casos que designe la ley». En ese sentido, se reconoce expresamente la pluralidad de instancias, pero, esta vez, a
diferencia de las constituciones pasadas, hace una distinción especial respecto
de los alcances de la Corte Suprema. Mientras que las constituciones anteriormente
señaladas consignan a la Suprema
Corte como última instancia revisora, sobreentendiéndose de todas las causas criminales, en esta oportunidad se indica expresamente que esta solo tendrá conocimiento de los casos que la ley señala.
Así pues, se gesta el sentido de excepcionalidad en cuanto al acceso a la Corte
Suprema.
De
otro lado, e importante a tomar en cuenta, es el artículo
123, que consignaba que «las
causas criminales se harán por Jurados. La institución de estos se detallará por una ley. Entre tanto, los Jueces conocerán haciendo el juzgamiento
público, y motivando sus sentencias». De aquí se desprenden tres principios sumamente importantes que mantienen su vigencia y su reconocimiento. El primero
corresponde al principio del juicio
por jurados que, conforme lo venimos señalando, será amplia- mente desarrollado en el último acápite del trabajo. El segundo hace referencia al principio de publicidad, y el tercero,
al principio de la motivación de las resoluciones judiciales.
Asimismo, el artículo 127
prescribe, siguiendo el tenor de la Constitución de Cádiz y de la Constitución de 1826:
Ninguno puede ser preso sin precedente (información del hecho por el que merezca pena corporal, y
sin mandamiento por escrito, del juez competente, pero infraganti puede un
criminal ser arrestado por cualquier persona, y conducido ante el Juez. Puede ser también arrestado sin previa información en los casos
del artículo 91 (restricción 5o). La declaración del preso por ningún caso puede
diferirse más de cuarenta y ocho
horas.
De esta, obtenemos ciertamente el
concepto actual de imputación necesaria, pero, adicionalmente, encontramos dos
conceptos importan- tes. Primero, respecto de los casos de flagrancia
delictiva, se detalla que cualquier ciudadano tiene la potestad de ejercer una
detención. Esto, en los días actuales, es también posible, por lo que identificamos que esta figura corresponde al
antecedente más próximo a la figura del arresto ciudadano, por el cual también se le debe poner a
conocimiento del juez de turno de forma inmediata, tras la detención. Por otro
lado, se fija una excepción al principio
y garantía de imputación concreta,
que nos remite al artículo 91, por la cual se autoriza al Poder Ejecutivo
disponer la orden de arresto de determinado ciudadano
siempre que la seguridad pública lo
exija.
Por otro lado, el artículo 129.1 señala que queda abolido «el juramento en toda declaración y confesión de causa criminal sobre hecho propio», que corresponde a lo que ya hemos
desarrollado como derecho y garantía a
la no
autoincriminación. Como vemos,
pues, los principios introducidos
por la Constitución de Cádiz de 1812 han sido replicados, casi
en su totalidad, en las constituciones republicanas como parte del programa
procesal penal que reconocen.
Siguiendo a la Constitución de 1826, finalmente, esta también reconoce
un catálogo de garantías personales en su artículo
149, establece de modo expreso que «la Constitución
garantiza la libertad civil, la seguridad individual, la igualdad ante la ley y la propiedad de los ciudadanos».
En palabras de Altuve-Febres (2009), «fue con esta redacción que se consolidó en el Derecho Constitucional peruano el afecto de políticos y juristas por las grandes declaraciones de principios abstractos que muchas veces no tuvieron
su correlato en verdaderas instituciones arraigadas en la realidad» (p. 216).
2.3.5.
La Constitución de 1834
Esta Constitución fue y sigue siendo considerada una copia de aquella de 1828. Al menos en lo que respecta a la
legislación constitucional sobre el Poder Judicial, se mantuvo bastante similar a
su predecesora, aunque con cierta influencia especial del presidente de la
Corte Suprema de la época, Manuel Lorenzo de Vidaurre. El magistrado supremo había enviado un proyecto de reforma en lo referente a la judicatura donde adecuaba
todas las instancias al principio «el poder emana del pueblo» mientras que a título personal había escrito unas reflexiones tituladas Artículos Constitucionales que son de adicionarse a la Carta para afianzar nuestra libertad política. (Altuve-Febres, 2001b, p. 1)
Nuevamente el título sexto es el que reúne las normas referidas a este poder del Estado, integrado por cuatro subtítulos, igualmente distribuidos como en la Constitución anterior. El primer elemento importante que se debe considerar, que no
forma parte del programa
procesal penal de esta Constitución, pero que resulta relevante señalar como marco
referencial, corresponde a la intención
de Vidaurre de poder acercar el sistema de justicia peruano al anglosajón.
Por este motivo, «se separa claramente a los
fiscales que dependerían del ejecutivo como los Attorneys de las instancias
jurisdiccionales que dependerían
de la soberanía popular» (Altuve-Febres, 2001b, p. 6). Precisamente, Villarán (1962) señalaba que «se privó al ejecutivo de toda injerencia en el nombramiento de
vocales de la Corte Suprema y de las Cortes Superiores y de jueces de primera instancia.
Solo se le concedió la facultad de
nombrar fiscales» (p. 63).
Por ello, entonces, «equipararon la elección directa del pueblo con una designación indirecta a
través de las cámaras» (Altuve-Febres, 2001b, p. 6), tal como señala el artículo 24 en el caso de los jueces de primera instancia, quienes serían elegidos por los
diputados; el artículo 32, que señala que los vocales superiores serían electos
por la cámara de senadores, y los supremos serían elegidos, de acuerdo con el
artículo 51, inciso 26, tras la reunión de ambas cámaras en el Congreso.
Situaciones similares se replican en la actualidad, como el pedido formulado
por el vacado presidente Pedro Castillo, quien tenía como pretensión personal que la elección de los magistrados (jueces y fiscales) se sometiera al escrutinio popular,
que en la descrita época ocurrió a través de la
representación en el Congreso, lo cual
politizó el proceso de selección. Lejana no es la realidad
en la región hispana, si se considera la última
reforma constitucional en México,
que dispone, precisamente, la elección popular
de los jueces.
Ahora bien, como ya se ha establecido, los principios histórica- mente reconocidos por las constituciones predecesoras
se mantuvieron en
esta también.
Al respecto, empezando,
el artículo 122 prescribía
que «se establece el
juicio por jurados para las causas criminales del fuero común. La ley arreglará
el modo y forma de sus procedimientos y designará los lugares donde
han de formarse». Se persistió en el reconocimiento de la institución de los jurados a pesar de que esta no tuvo eficacia
práctica, conforme se verá más
adelante.
Por otra parte, el artículo 123 disponía:
La
publicidad es esencial
en los juicios. Los Tribunales pueden controvertir en los negocios
en secreto; pero las votaciones se hacen en lata voz y a puerta abierta; y las
sentencias son motivadas expresando la ley, y en su defecto, los fundamentos en
que se apoyan.
De aquí, nuevamente extraemos
varios principios empezando por el de publicidad, que ha caracterizado
históricamente al proceso penal peruano. Agrega que las votaciones, así como
las audiencias, deberían ser efectuadas ante conocimiento general, a puertas
abiertas, a diferencia de las votaciones en tiempos actuales, que son estrictamente secretas. Asimismo, se reconoce en la segunda parte del artículo al principio de motivación de las sentencias judiciales, se señala que deberán funda- mentarse las razones por las que una decisión se tomó, y procurar así reducir las decisiones arbitrarias o de mero capricho.
Finalmente, el artículo 126 dispuso:
Ningún ciudadano está obligado a
dar testimonio contra sí mismo en causa criminal bajo su juramento u otro
apremio. Tampoco está obligado a darlo contra su mujer, ni esta contra su marido, ni los parientes en línea recta, ni los hermanos.
Este artículo, claramente, reconoce
al derecho a la no autoincriminación; sin embargo, la particularidad de este
enunciado a diferencia de las anteriores constituciones es que no solo reconoce
a la declaración que
pudiese efectuarse en contra de los intereses propios, sino que agrega a
aquellos familiares cercanos al ciudadano que se vieran en circunstancias apremiantes y conexas a una imputación criminosa. A ellos, pues, no se les exigía una declaración que
contraviniese al interés familiar.
2.3.6.
La Constitución de 1839
Sobre esta
Constitución, la conocida Constitución de Huancayo, resulta pertinente enunciar lo señalado
por Basadre (1995), a saber: en 1839, después de haber visto desgarrados los
textos liberales y después de la
espantosa pesadilla de las guerras internacionales y civiles,
predominaba otro anhelo: el anhelo del orden y de paz. Parecía que lo necesario
era fortalecer el Estado y que, con el
Estado fortalecido vendría el progreso; todo
lo demás llegaría por añadidura. Por
eso, la comisión que en el congreso de Huancayo preparó el texto de la nueva Constitución alegó, al presentar su
proyecto, «los horrores de la anarquía y de la revolución» como premisa para la «urgente necesidad que en su
consecuencia tiene el Perú de una ley fundamental que lo preserve en lo sucesivo de iguales
desastres».
Es así como
la Carta de Huancayo presenta una novedad en nuestra historia Constitucional; es la primera
Carta elaborada en el
país de contenido autoritario, mejor dicho, es el primer exponente constitucional de un
autoritarismo nacionalista. (p. 12)
La
legislación constitucional respecto al Poder Judicial siguió el mismo enfoque que las constituciones anteriores al preservar los principios del programa procesal penal previamente
reconocidos. En esta ocasión, dichos principios se encuentran en el título XIV, que incluye cuatro subtítulos, cada uno dedicado a las instancias judiciales establecidas.
Esto refleja, claramente, la continuidad del sistema judicial basado en la pluralidad de instancias.
En el subtítulo que aborda las reglas sobre la administración de justicia, identificamos al artículo 125, que prescribe: La publicidad es esencial en los juicios: los Tribunales pueden discutir
en secreto los negocios, pero las votaciones se hacen en alta voz y a puerta abierta y las sentencias
deben ser motivadas,
expresando la ley, y en su defecto los fundamentos en que se apoyan. Fácilmente se identifica que este mismo
artículo viene siendo
replicado a través de las constituciones precedentes, pues en este se
condensan el
principio de publicidad de los juicios y los votos y el principio
y derecho a la debida motivación de las
resoluciones judiciales.
Por otro
lado, el artículo 128 enuncia otro de los preceptos amplia- mente reconocidos en el constitucionalismo peruano del siglo XIX:
Ningún
ciudadano está obligado a dar testimonio contra sí mismo en causa criminal, bajo de juramento y otro apremio. Tampoco debe admitirse el del marido
contra su mujer,
ni el de esta contra
su marido, ni el de los parientes en línea recta, ni el de los hermanos ni cuñados.
En ese
sentido, el artículo 126 de la Constitución de 1834 mantiene su vigencia
reconociendo al derecho a la no autoincriminación bajo sus mismos supuestos.
Finalmente, el artículo 132 persiste en lo siguiente: «Se establece el juicio por jurados para las causas criminales de fuero común. La ley arreglará sus procedimientos, y designará los lugares donde han de formarse». Dicha reiteración hace que el juicio criminal por jurados no deba ser considerado como una
institución menor en el desarrollo histórico constitucional del programa procesal penal.
2.3.7.
La Constitución de 1856
La carta de 1856 marca un hito en la historia del constitucionalismo peruano porque pretendía
marcar una ruptura
con la tradición que venía acuñada desde la Constitución de 1826 hasta la de 1839, motivo por el cual la denominaron la Constitución demoledora. Ello ocurriría porque «la nueva constitución era en gran parte una evocación de la fracasada experiencia de 1823 y por esto no debe resultar
extraño que su diseño se centrase
predominantemente en el Poder Legislativo» (Altuve-Febres, 1999, p. 346). Por ello es que del promedio de veinte artículos dedica-
dos a la organización del Poder
Judicial a lo largo de las constituciones precedentes, en esta ocasión se
redujo estrictamente a diez.
El aspecto más característico que la distingue del resto de cartas políticas es la abolición de los supuestos juicios
criminales por jurados. Por otro lado, el artículo 128 reconoce que «la
publicidad es esencial en los juicios: los Tribunales pueden discutir en secreto, pero las votaciones se harán en alta voz y a puerta
abierta. Las sentencias serán motivadas, expresándose la ley o fundamentos en que se apoyan». Los principios de publicidad y de motivación de las
resoluciones persistían en el sistema constitucional penal.
Otro de los elementos destacados
corresponde a lo expresado por el artículo 132: «Para vigilar sobre el cumplimiento de las leyes, habrá
un Fiscal de la Nación en la
capital de la República, Fiscales y Agentes Fiscales en los lugares y con las atribuciones que la ley designe». Precisamente, «una novedad interesante fue la institución del Fiscal de la Nación cuya función principal era vigilar sobre el cumplimiento de las leyes (Art. 132) en la idea de crear una magistratura independiente
parecida al General Attorney norteamericano»
(Altuve-Febres, 1999, p. 347).
2.3.8.
La Constitución de 1860
Esta Constitución nace a partir de la insatisfacción ciudadana con la carta de 1856,
por lo que se instauró
una de tipo moderado. A diferencia
de la anterior, la sección dedicada al Poder Judicial redujo sus artículos a solamente seis, de los cuales se extraen
puntualmente tres principios.
Primero, el artículo 125 señala:
Habrá en la capital de la República
una Corte Suprema de Justicia; en las de Departamento, a juicio del Congreso,
Cortes Superiores; en las de Provincia, Juzgado de Primera Instancia; y en todas las
poblaciones Juzgados de Paz.
El número de Juzgados de Primera Instancia en las provincias, y
el de Juzgados de Paz en las poblaciones se designará por una ley.
La pluralidad de instancia se mantuvo en esta carta política, sin hacer
distinción alguna entre las causas que serían de conocimiento de la Corte Suprema,
pero que serían definidas por las leyes especiales.
En segundo y en tercer lugar, el artículo 127 reconoce los dos
últimos principios, señala que «La publicidad
es esencial en los juicios, los Tribunales pueden discutir en secreto, pero las votaciones se harán en alta voz y públicamente. Las sentencias serán motivadas, expresándose en ellas la ley o los fundamentos en que se apoyen»,
enunciado normativo que se hereda desde el inicio de la historia constitucional
peruana y que reconoce los principios
de publicidad y motivación de las sentencias judiciales.
2.3.9.
La Constitución de 1867
La Constitución de 1867 «es
probablemente [la] que con mayor claridad evidencia su carácter ideológico, además de apreciarse que tuvo un mejor diseño jurídico que su predecesora radical de 1856» (Altuve-Febres,
2001a, p. 105). En cuanto al Poder Judicial, la sección que la aborda consignó nueve
artículos, ya hacia el mismo tenor que las anteriores. El artículo
122 de la Constitución reconoce el principio de pluralidad de instancias, el 125 el principio de publicidad en los
juicios, sin distinguir- los entre civiles y criminales, así como el principio
de motivación de las resoluciones judiciales.
2.4.
Breve aproximación al juicio por jurados en el Perú del siglo XIX
El sistema del juicio por jurados nace históricamente a partir de los defectos y
la desconfianza en los tribunales compuesto por jueces profesionales en Occidente. A pesar de no existir una fecha exacta de su génesis, se tiene que su aplicación primigenia se dio en la Francia del siglo IX:
cuando Luis el Piadoso, cansado de la ineficiencia del procedimiento de la época
para proteger los derechos de la realeza,
decidió que todos los conflictos que involucrasen derechos de esta
realeza se decidirían sobre la base de una investigación conducida por oficiales que actuarían en su nombre. (Arrieta, 2017, p. 132)
Dichos oficiales serían los
encargados de recopilar la información necesaria y quienes juzgarían en el caso
particular según la costumbre del pueblo en aquella época.
Martos señala que el jurado sirve
para dar realidad a la soberanía. Tocqueville, por su parte, que sirve para que el pueblo reine; Carrara lo concebía como un complemento indispensable para el ejercicio
de la libertad; Ruiz Vallarino lo definía como expresión de la soberanía popular dentro de un régimen liberal; y Sánchez Román
señala que esta institución representaba la participación popular del ciudadano en el ejercicio de la potestad jurisdiccional propia de este poder del Estado (Dunbar, 2019, p. 51). Sin embargo, todos estos tratadistas coinciden al considerar al jurado como un instrumento político
más que uno procesal o judicial. En ese sentido,
tenemos que los jurados se gestaron y han sido adoptados en las legislaciones del mundo como una institución de carácter político, establecida por las monarquías europeas para cumplir fines específicos y bajo
reglas específicas, pero que terminaría repercutiendo indefectiblemente en el sistema judicial de
Occidente, en especial, en las causas criminales.
Por otro lado, se señala que esta institución nace procesalmente cuando se genera la distinción entre
los jueces de hecho y los de derecho.
Al respecto, Dunbar (2019) señala lo siguiente.
Es evidente que en toda resolución judicial existen siempre dos términos distintos: el hecho justiciable y el derecho aplicable al mismo, que constituyen las bases precisas en que ha de fundarse dicha resolución. Se sostiene como fundamento del jurado que para la apreciación y debida
aplicación del derecho, se requiere por parte del juzgado conocimientos jurídicos precisos, siendo indispensable la concurrencia de un
juez profesional o perito, pero que para discernir
acerca del hecho u hechos —objeto de contienda
judicial— no son necesarios los conocimientos jurídicos o técnicos, bastando la razón natural
y el buen sentido propios
de la inteligencia humana, a pesar de la limitación de la misma. (p. 52)
En ese orden, los jurados serán
considerados como aquellos jueces de hecho cuyo razonamiento no deberá estar basado en ningún precepto revestido de legalidad, sino sola y estrictamente en la razón y la buena fe humana, se convertirán en un tribunal sui géneris que se encargará de efectuar un ejercicio cognitivo sobre el hecho que
conoce para emitir un fallo, esperando ser justo, conforme a la finalidad del
derecho.
De acuerdo con ello, esta institución jurídico procesal, especialmente
en el ámbito criminal, ha estado presente desde los inicios de nuestra vida como república. Nuestras primeras cartas políticas instauradas durante el siglo XIX la integraron como parte de los principios del programa procesal penal de la época, pero como una simple declaración teórica, esto es, sin ninguna aplicación práctica durante todos esos años. Su reconocimiento parte con la Constitución de Cádiz de 1812, cuyo artículo 301 disponía expresamente que «la institución de jurado se implantaría en lo
sucesivo, cuando las circunstancias lo permitieran», desde ese momento quedó
como una mera «aspiración democrática» (Dunbar, 2019, p. 339).
Esta tradición política y procesal se replicó hacia el inicio de nuestra vida republicana en las constituciones
de 1823 hasta la de 1839, según lo hemos establecido en los acápites precedentes. La institución del jurado aparece en nuestro medio, en
palabras de Dunbar (2019), de la siguiente manera:
Como un principio
de la naciente democracia, como una idea fuerza. Tuvimos
jurado desde esas primeras bases legislativas, pero jamás se ensayó en la práctica.
Se le tomó como saludable enseña democrática, muy propia de un país que acababa de independizarse y que hacía su acopio de leyes e instituciones en todas las legislaciones de las grandes naciones europeas, sin
preocuparse de la realidad, sujeto de experimentación. (p. 340)
La aplicación de la figura de los
jurados o jueces de hecho nunca se concretó. No hubo intención alguna por parte de los
legisladores de reglamentar esta institución. Las constituciones de la época la
enuncia- ban en sus textos y establecían una posterior legislatura que nunca se materializó. Tal disposición puramente enunciativa
resulta inexplicable para los historiadores, más aún ya que esta «no reclamaba
ninguna tradición histórica, y la realidad
jurídica se pasaba
muy bien sin esa institución exótica» (Dunbar, 2019, p.
341) para nuestro entorno. Continuando con su comentario, Dunbar (2019) señala:
Las posteriores constituciones
—hasta la del 56— resultado todas de movimientos revolucionarios, tenían que respetar ese principio, que se presumía eminentemente
democrático; así, por obra de las ideas políticas, nuestras primeras Cartas
Políticas consideraron la institución del jurado entre sus principios constitucionales. Es también evidente que nuestros
legisladores republicanos no creyeron nunca sinceramente en esa institución. Siguieron la corriente establecida por las primeras
bases constitucionales, y repitieron con ligeras variantes el artículo
constitucional que declaraba la institución.
(p. 341)
Manuel Lorenzo Vidaurre, quien
fue uno de los principales propulsores y defensores de esta figura, evidencia en su proyecto de
Constitución en 1833 una «sorprendente fidelidad del sistema inglés —poco del francés— sin el menor asomo
de observación realista del medio al cual iba a aplicarse la nueva institución» (Dunbar, 2019, p. 345).
En
ese proyecto se establece que el juez de paz, elegido anualmente, debía encargarse de la formación de las listas
de los jurados. Los jurados debían
ser de acusación —jurados mayores—
y de calificación —jurados menores—. Se consignaban los requisitos
para ser jurado mayor o menor, las excepciones y las incompatibilidades, el modo de formación de las listas, etc. El proyecto Vidaurre ha
sido pues el primer ensayo de organización de la institución del jurado, porque
—como hemos visto— las Constituciones se limitaban a la declaración de la institución. (Dunbar, 2019, p. 345)
La
Constitución de 1856, tras su encuentro con la realidad,
destierra la institución del juicio por jurados. Omitió tales
declaraciones, que los historiadores denominan como inútiles, y rompió «la tradición que, desde
1822, consagraba teóricamente al jurado en principios legislativos uniformes y
sin trascendencia» (Dunbar, 2019, p. 343). Ya hacia la promulgación del primer Código de
Enjuiciamientos en materia criminal de la república en 1863, se ignoró el
sistema de jurados, conforme a la Constitución de 1860, que siguió con lo dispuesto por la de 1856.
Sin embargo, el único caso en el que se aplicó de forma efectiva, aunque sin mayor relevancia, correspondió al juicio por jurados en materia de imprenta. Para tales efectos, es
menester referirnos a la ley española de imprenta de 1823, en la que se legislaba sobre
la extensión de la libertad de imprenta, sobre los abusos de esa libertad,
sobre la calificación de los delitos abusivos
de la libertad de imprenta, sobre las
penas correspondientes a esos delitos, sobre las personas responsables y sobre
las que no podían denunciar los impresos. (Dunbar, 2019, p. 347)
El difunto profesor Ramos Núñez describía la situación y el procedimiento de la siguiente manera:
El hecho que las publicaciones
subversivas, sediciosas, obscenas o contrarias a las buenas costumbres
produzcan acción popular traducida en la prerrogativa de cualquier ciudadano y
de los fiscales con capacidad y habilitad para denunciar todo abuso de la libertad de imprenta, salvo el de las injurias; legitima la institución del jurado. Los concejos
municipales, en los lugares donde haya imprenta, nombran dentro de los primeros quince días
de su instalación, treinta y dos personas, que deben tener las condiciones que la Constitución exige para los diputados.
Están impedidos para el cargo de jueces de hecho quienes ejerzan jurisdicción, las autoridades políticas, los secretarios y empleados en sus secretarías y los comandantes de fuerzas. La denuncia se hace ante el alcalde.
En cada juicio funcionan dos jurados, cada uno de siete miembros designados por la suerte. El primero declara si hay o no lugar a formación de causa, y el segundo absuelve
o condena usando de la nota de calificación respectiva, después de las diligencias que practica el juez de 1a instancia,
para recoger los impresos
y para la averiguación del responsable. (p. 22)
Este sistema duró muy poco, pero sirvió para que nuestro país advirtiera
las graves dificultades que la aplicación de este mecanismo generaría.
3.
CONCLUSIONES
Nuestro país vive, desde hace ya algunos años, la transición de pensamiento
entre el Estado de legalidad al Estado constitucional, e incluso convencional, de derecho. Y cuando me refiero a pensamiento, hablo estrictamente
del fuero interno de los operadores de justicia que aún no conciben el cambio que, al menos en teoría, ya ha tomado posición. En ese sentido, debe entenderse que toda rama del derecho se encuentra revestida, impregnada y supeditada, en primer orden, a lo dispuesto por la Constitución Política
del Estado y a los tratados internacionales en los que el Perú es Estado parte. Así, debe ponerse
especial énfasis en este anotado suceso
dentro del siempre cuestionado proceso penal peruano.
Preocupantemente, muchos de los
jueces en el Perú aún no toman conciencia de esta situación, por lo que asumen
que el programa penal peruano se construye estrictamente sobre la base de la ley, cuando su pilar
fundamental es la Constitución. Si no se toman en cuenta sus principios fundantes, no será posible ejecutar un proceso penal eficaz y, sobre todo, justo para las personas. En ese sentido,
es menester identificar, siquiera antes de revisar la legislación especial en
materia penal y procesal penal, el núcleo duro que la Constitución contiene
sobre dicho proceso, principios a partir de los cuales deberá iniciarse el
proceso de juzgamiento
de forma legítima.
Así pues, si bien el concepto de programa procesal penal de la Constitución es uno de corta data, cuya génesis se encuentra hacia los años ochenta en la doctrina española, es posible identificarlo también en las cartas políticas
contenidas en la historia constitucional peruana. Mientras que en la actualidad el sostén del proceso penal
se encuentra en el respeto por los derechos
fundamentales, en el pasado los principios eran algo más reducidos, por el propio
desarrollo del constitucionalismo de la época. A pesar
de ello, resulta importante estudiar la Constitución procesal penal histórica,
especialmente del siglo XIX, ya que es este el siglo que alberga nuestros
primeros años como república, y en donde podremos encontrar los antecedentes más próximos de muchos de los principios que, incluso, son reconocidos hasta la actualidad.
El siglo XIX vio nacer al Perú como República. La inexperiencia propia de una nueva república se vio reflejada
en su legislación constitucional,
y más aún haciendo especial énfasis en el proceso
penal peruano de la época. Ya desde la Constitución de Cádiz de 1812 se gestaron los principios básicos que nos acompañarían hasta el día de hoy: el principio de pluralidad de instancias, el principio de publicidad, el
derecho a la no autoincriminación, el principio de
motivación de las resoluciones judiciales y la aplicación del juicio por
jurados en materia criminal, que resultó quedando
en una
simple
declaración teórica y
democrática, sin ningún valor práctico, salvo en el único y
breve caso del juicio por jurados en materia de imprenta.
Todos estos principios se vieron reflejados en la legislación procesal penal de la época, y se tuvo como primer Código
republicano al de Enjuiciamiento en Materia
Criminal hacia el año 1863, siguiendo la línea de la Constitución de 1860, que,
aunque de corte principalmente inquisitivo, mantenía características propias del proceso acusatorio.
En suma, considerando que el programa procesal penal de las constituciones del siglo XIX no tuvo mayores cambios
y, más bien, mantuvo una línea
bastante homogénea durante la época, es importante entender este concepto desde el punto de vista
histórico para conocer la evolución de cada uno de estos principios, saber su
génesis y cómo todos estos
fueron aplicados en distintas épocas,
bajo distintos contextos culturales, sociales y
tecnológicos. Es importante tener conocimiento de cómo el proceso penal ha cambiado
a través del tiempo para asumir una posición crítica del proceso penal en
la actualidad, así como del proceso de
constitucionalización de este.
El proceso
penal debe siempre entenderse
desde su génesis en la Constitución, y esta siempre
deberá contar con herramientas
que respondan a su realidad y no a un mero cántico teórico, que se jacte de democracia, como se pretendió hacer con el juicio
por jurados.
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Recibido: 18/12/2023
Revisado:
27/2/2024
Aceptado:
5/12/2024
Publicado
en línea: 28/12/2024
Financiamiento
Autofinanciado.
Conflicto de intereses
El autor declara no tener conflicto de intereses.
Contribución de autoría
La contribución del autor en el artículo
es completa.
Agradecimientos
A
mis compañeros de la maestría en Derecho Constitucional y Derechos Humanos
de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (2021-2022) y a la cátedra
de Historia del Derecho Constitucional Peruano del Dr. Raúl Chanamé Orbe, en donde se produjo este trabajo.
Biografía del autor
Diego Alonso Noronha Val es abogado
por la Universidad de Lima.
Con estudios de maestría en Derecho Constitucional y Derechos Humanos por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, estudiante de la maestría
en Derecho Penal
por la Universidad de Buenos Aires y egresado de la maestría en Gestión Pública del programa de EUCIM y la Universidad de San Martín de Porres. Es asistente de juez superior en la Cuarta Sala Penal Liquidadora de la Corte Superior de
Justicia de Lima, así como autor de artículos científicos.
Correspondencia