10.35292/ropj.v15i19.713

Artículos de investigación

Guerrear a la Constitución: una refutación a los argumentos a favor de la innovación constitucional

Fighting the Constitution: A rebuttal to arguments for constitutional innovation

Guerra contra a Constituição: Uma rejeição aos argumentos em favor da inovação constitucional

Rodrigo René Cruz Apaza

<rodriggcruz@gmail.com> Investigador independiente, Cochabamba, Bolivia

ORCID: 0000-0003-1043-5932


[Resumen]

Tras el tragicómico intento de golpe de Estado del entonces presidente José Pedro Castillo Terrones, los rescoldos de formulación de una «nueva Constitución» se avivaron de tal forma que suscitaron propuestas -no novedosas- de emprender un proceso constituyente. La Constitución vigente en el Perú (1993) es un texto constitucional que ha sido acreedor de diversas críticas desde distintas perspectivas: política, jurídica y económica; pero que en función de sus marcos normativos y la sociedad política que lo dinamiza, ha generado tolerables niveles de estabilidad en los órdenes precisados. Ergo, siendo esta la tesitura sociopolítica, es menester efectuar un buceo que presente a la comunidad académica y, a partir de esta, al pueblo, una evaluación de las razones expuestas a favor de una nueva Constitución, para determinar si estas son razonables o constituyen meros argumentos esgrimidos para guerrear contra ella.

Palabras clave: guerrear a la Constitución; nueva Constitución; reforma constitucional.

Términos de indización: Constitución; derecho constitucional; reforma jurídica (Fuente: Tesauro Unesco).


[Abstract]

After the tragicomic attempted coup d'état performed by former President José Pedro Castillo Terrones, the embers of a «new Constitution» were fanned to such an extent that no innovative proposals for a constitutional process were raised. The current Peruvian Constitution (1993) has been criticized from different political, legal and economic perspectives, but based on its regulating framework and the political society enforcing them, it has generated acceptable levels of stability in the aforementioned areas. Hence, this being the socio-political situation, it is necessary to delve into the subject matter in order to present to the academic community and, thereafter, to the Peruvian population, a review of the reasons in favor of a new Constitution to determine whether these are reasonable claims or mere allegations used to fight against the Constitution.

Key words: fighting the Constitution; new Constitution; constitutional amendment.

Indexing terms: Constitutions; constitutional law; law reform (Source: Unesco Thesaurus).


[Resumo]

Após a tragicômica tentativa de golpe de Estado do então presidente José Pedro Castillo Terrones, os membros da formulação de uma «nova constituição» foram de tal forma banidos que deram origem a propostas não novas para iniciar um processo constituinte. A atual Constituição do Peru (1993) é um texto constitucional que tem sido criticado sob diferentes perspectivas: política, jurídica e econômica; mas em termos de seus quadros normativos e da sociedade política que lhe deu dinamismo, gerou níveis toleráveis de estabilidade nas áreas acima mencionadas. Ergo, sendo essa a teoria sociopolítica, precisa-se realizar um mergulho para apresentar à comunidade acadêmica e, a partir daí, ao povo, uma avaliação das razões apresentadas em favor de uma nova Constituição, a fim de determinar se estas são razoáveis ou apenas argumentos apresentados para lutar contra ela.

Palavras-chave: guerra contra a Constituição; nova Constituição; reforma constitucional.

Termos de indexação: Constituição; direito constitucional; reforma jurídica (Fonte: Tesauro Unesco).


Recibido: 11/03/2023 Revisado: 18/04/2023

Aceptado: 19/04/2023 Publicado en línea: 14/06/2023


1. Introducción

Las constituciones son el instrumento jurídico-político predilecto que los pueblos del mundo han implementado para racionalizar y organizar la dinámica del poder político; el Estado peruano no fue ajeno en adoptar una. No obstante, el instituir una Constitución y practicarla son dos planos distintos, en recurrentes ocasiones (y empleando expresiones del profesor Germán J. Bidart Campos) se posee una vigencia normológica, mas no una vigencia sociológica.

Por descontado este defecto no es endémico del Perú, es un fenómeno observable también en Estados aledaños como Bolivia, donde sus instituciones públicas (como la Gaceta Oficial y la Unidad de Investigación del Tribunal Constitucional) afirman que tendría a lo largo de su historia diecinueve textos constitucionales.

¿Por qué la asiduidad de las enmiendas? Porque estamos ante la norma directora de la vida jurídica, social, política y económica de un Estado. El mantenimiento de una Constitución es una magna empresa que queda constatada en la experiencia constitucional peruana: la Constitución de 1993 no computa a la fecha ni treinta años, pero la consigna de «nueva Constitución» la acompaña en su atmósfera hasta la fecha.

Mudadas de consignas a exigencias, la resonancia social de las peticiones tuvo tal vigor en 2022 -particularmente en sus postrimerías- que hoy es nuevamente una cuestión constitucional que se debe abordar; especialmente desde su formulación en las protestas ciudadanas que sucedieron al tragicómico intento de golpe de Estado del ahora expresidente José Pedro Castillo Terrones, el 4 de diciembre.

Fue entonces que se propalaron una serie de argumentos -algunos pasados- para fundamentar la necesidad apremiante de configurar una nueva Constitución; pero: ¿será necesario emprender un proceso constituyente que instituya un novicio texto constitucional para resolver las problemáticas internas? ¿No será suficiente tan solo reformar una porción del articulado fundamental?

A fin de absolver las interrogantes debemos analizar las razones vertidas por los activistas de la innovación constitucional y sopesarlas, para así poder determinar si son argumentos razonables o meramente arietes discursivos para guerrear a la Constitución. Concluida dicha labor, se podrá constatar que las razones expuestas por diversas agrupaciones sociales y ciudadanos son insustanciales para promover una nueva Constitución.

Siendo este el objeto del presente artículo, la investigación es de índole esencialmente teórica, aplica una perspectiva multidimensional de la experiencia jurídica -considera elementos normativos, fácticos, principialistas y axiológicos- y la metodología bibliográfico-doctrinal.

2. Sobre la guerra a la constitución

La locución que esgrimimos, guerrear o guerra a la Constitución, tiene su origen en un argumento vertido por la Corte Suprema de los Estados Unidos en el caso Cooper vs. Aaron de 1958: «Ningún legislador estatal o funcionario ejecutivo o judicial puede guerrear contra la Constitución sin violar su compromiso de apoyarla» (Supreme Court of the United States, 1958, p. 18).

Extrapolando este razonamiento al contexto vigente en Perú, sostenemos que no solo las autoridades públicas pueden pretender guerrear a la Constitución, sino que en ocasiones las arremetidas provienen del demos -o una porción relevante de él-, la misma entidad que la aprobó o legitimó en la práctica. ¿Cuándo obra el pueblo de esta forma? Cuando su comportamiento, manifestado en protestas o discursos, busca sustituir el orden constitucional sin apoyatura argumentativa razonable.

En caso la activación del poder constituyente pueda ser catalogada como una actitud beligerante hacia la norma suprema (en la medida en que fue descrito dicho actuar), esta no será un ejercicio legítimo y podrá ser tildada de mero capricho popular.

Es verídico que la Constitución es un instrumento de gobierno dispuesto en las democracias por el soberano, pero tan notable título demanda responsabilidades que se traducen en limitaciones a su potencia. Desde esta perspectiva, hemos avanzado un peldaño más, ya no se abriga cándidamente la anacrónica concepción de la democracia reducida a la fórmula de la mayoría: vox populi, vox dei, como afirmaran doctrinarios decimonónicos (Echeverría, 1873, p. 182); ahora el Perú es un Estado constitucional, una modalidad de organización jurídica y política donde, como ya precisaba la Corte Suprema de Iowa en el caso Hunter vs. Colfax Coal Consolidated Coal Company de 1915, la Constitución se erige como

el protector del pueblo, puesto en guardia por él para salvar los derechos del pueblo contra las lesiones del pueblo. Sostener que atacarlo es por el bien público es elogiar al soldado por derribar la muralla que le permite dormir con seguridad. (Hunter v. Colfax Consolidated Coal Co., 1915, p. 272)

Quizás esta idea sea considerada contraria al sistema democrático y al principio de soberanía popular, pero es difundida por doctrina calificada en aras de evitar supremacías perniciosas para los bienes tutelados constitucionalmente; verbigracia, el profesor Aharon Barak (2021) sostiene que «Un régimen en el que la mayoría niega los derechos básicos de la minoría es un régimen de gobierno de la mayoría, sin embargo, no es un régimen democrático» (p. 272); respecto al segundo postulado, el profesor Eduardo Jorge Prats (2012) afirma que

Aunque la soberanía en el Estado reside exclusivamente en el pueblo, lo cierto es que, en un Estado constitucional, el pueblo que se ha dotado de una Constitución está sometido a ella. Y es que, en verdad el concepto de Constitución como norma suprema es totalmente incompatible con el reconocimiento de una soberanía al margen de la Constitución. Por eso, en un Estado con Constitución normativa el único soberano es la Constitución. (p. 63)

En corolario, puesto que la epítome del Estado constitucional es la intolerancia a las potestades absolutas, cualquier tentativa infundada de sustitución de la Constitución debe ser descartada por constituir un burdo ariete de guerra contra lo que ella representa. ¿Es acaso permisible, en una democracia, calificar al ejercicio del poder constituyente como una guerra a la Constitución? Sí, cuando no está justificado en el marco de la legitimidad -orden de principios y valores- de una nación. Nos enrolamos en esta línea en cuanto embeber la proposición que argumenta que la decisión del pueblo es incontestable o insusceptible de errar es contraria a los postulados del gobierno constitucional: «Los pueblos, como los individuos, tienen sus crisis de locura y de pasión» (Maurois, 1945, p. 113); y en consecuencia: «No todo lo que el público desea corrientemente es necesariamente constitucional» (Pritchett, 1965, p. 70).

3. Razones para la innovación constitucional

3.1. Argumento del progenitor inficionado

En materia política suele otorgarse la paternidad constitucional al apologista o redactor de sus principios arquitectónicos, como al impulsor vigoroso para su confección; dechados del primer tipo son Juan Bautista Alberdi respecto a Argentina, James Madison en Estados Unidos, o Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte y Palacios Blanco para Bolivia. En cuanto a los segundos, la historia nos alecciona que en la construcción de una Constitución suele ser decisiva la participación ya no de hombres virtuosos, sino de hombres despóticos: se tiene el caso de Augusto José Ramón Pinochet Ugarte, bajo cuyo régimen se formó la Constitución chilena de 1980.

La Constitución que en la actualidad rige la vida jurídica y política peruana puede enrolarse en el segundo grupo, en cuanto fue redactada y aprobada en el mandato de Alberto Kenya Fujimori Fujimori, autor del autogolpe de 5 de abril de 1992. Observado el asunto desde esta perspectiva, la experiencia constitucional peruana guarda un paralelismo con la chilena por dos razones: primero, ambos Estados tendrían una Constitución proveniente de un período dictatorial; y, segundo, en ambos contextos el gobernante déspota se traduce en un argumento para impugnar el sistema constitucional vigente y promover su sustitución.

La norma suprema es un dispositivo normativo impulsado por un personaje reprochable democráticamente, por ello es comprensible que una parte de la ciudadanía exprese su desafecto para con la Constitución de 1993; en especial si esta fue concebida «como un instrumento jurídico y político destinado a legitimar el golpe de Estado del 5 de abril de 1992 […]. Ella trató de consolidar al gobierno no democrático y autoritario del ingeniero Alberto Fujimori. Una Constitución a la medida» (Abad, 2017, p. 295).

A causa de este origen es plausible enrostrar a la Constitución de 1993 expresiones como las siguientes: «Es una Constitución impuesta», «Es la Constitución de un dictador», entre otras similares que se manifiestan para minar su legitimidad y exigir su sustitución. Empero, ¿estamos acaso frente a la estructura constitucional original de 1993? La respuesta es negativa.

Tras la caída del régimen fujimorista, se emprendieron actos destinados a instituir un texto constitucional que reportara los dos requisitos básicos para que una Constitución sortee censuras: legitimidad y consenso; fue así que el presidente Valentín Paniagua, mediante el Decreto Supremo n.o 018-2001-JUS, de julio de 2001, permitió el funcionamiento de una Comisión de Estudios de las Bases de la Reforma Constitucional (con veintiocho integrantes), organismo que publicó un informe en julio de 2001, donde planteó tres alternativas para superar la tesitura política configurada: a) que el Congreso declare la nulidad de la Constitución de 1993 y paralelamente la vigencia de la de 1979; b) que se empleen los mecanismos de enmienda constitucional de 1993 para promover una reforma total incorporando el contenido deóntico de 1979, e introduciendo además simultáneamente actualizaciones a la última; y c) que se apruebe una ley de referéndum para que el pueblo decida si desea retornar a la Constitución de 1979 y, de ser positiva la respuesta, convocar una Asamblea Constituyente que efectúe su reforma, remozamiento y puesta en práctica. También propuso la emisión de una ley de referéndum para preguntar al soberano si quería una nueva Constitución elaborada por una Asamblea Constituyente que considerara lo más esencial de la tradición histórica peruana (Ministerio de Justicia, 2002, pp. 823-825).

A pesar de las sugerencias, el órgano legislativo optó por una alternativa no contemplada en el informe el 16 diciembre de 2001, cuando mediante la Ley n.o 27600 determinó que la reforma total sería emprendida por su entidad. El proceder del departamento legislativo no fue recibido amenamente, prueba de ello es la presentación de una demanda de inconstitucionalidad en su contra.

Aun cuando la ley fue criticada por desatender la opinión letrada de la comisión, esta constituye un documento de notable envergadura para rebatir el argumento de la paternidad corrompida. Este precepto tiene por epígrafe: «Ley que suprime firma […]», y por artículo primero:

Suprímese la firma de Alberto Fujimori, del texto de la Constitución Política del Estado de 1993, sin perjuicio de mantener su vigencia, en aplicación de la Resolución Legislativa Nº 009-2000-CR, que declaró su permanente incapacidad moral y, en consecuencia, la vacancia de la Presidencia de la República.

Quedose entonces la norma suprema desprovista del nombre del dictador. Alegóricamente hablando: los hijos protestaron de la paternidad, y apoyados en la firma de dos poderosos instrumentos de representación política en un Estado: aquel del cual se pregona representa a la nación, presidente del Congreso (Carlos Ferrero), y del que suele afirmarse que encarna a la nación, presidente de la República (Alejandro Toledo), decidieron raer de tan magno instrumento de gobierno las letras que exponían su origen ilegítimo.

Posteriormente, por efecto de la referida ley, se encomendó la elaboración de una nueva Constitución a la Comisión de Constitución, Reglamento y Acusaciones Constitucionales, que fue presidida por Henry Pease; esta institución presentó en julio de 2002 un proyecto de ley para efectuar reformas a la Constitución, el cual receptó una mayoría de votos para su aprobación. La situación parecía augurar un posible proceso de reforma, empero, el órgano legislativo decidió postergar el debate sobre esta cuestión desde el 25 de abril hasta el 5 de mayo de 2003.

Esta determinación fue objeto de crítica por el Tribunal Constitucional, que en la sentencia recaída en el Exp. n.o 0142003-AI/TC de 10 de diciembre dispuso:

La indecisión permanente en el seno del Parlamento y las señales contradictorias de los distintos agentes políticos en torno al futuro de la Constitución de 1993, representan un retroceso en la tarea de afirmar la institucionalidad, objetivo que requiere de normas con vocación de perdurabilidad en el tiempo, y cuyo sustento sea la aquiescencia política y cívica de consuno entre gobernantes y gobernadores.

Este Tribunal considera que al Congreso de la República, cuya autoridad ha sido delegada por el Pueblo como fuente originaria del poder, le corresponde ineludiblemente y en el plazo más breve, la responsabilidad de terminar de consolidar de manera definitiva el proceso de reinstitucionalización democrática. Y dentro de él, la decisión de optar políticamente por el marco constitucional más conveniente, deviene en prioritaria e insoslayable.

Por ello, invoca a este poder del Estado para que adopte las medidas políticas y legislativas concretas tendientes a lograr dicho fin, y lo exhorta para que, con anterioridad al vencimiento del mandato representativo de los actuales congresistas, opte por alguna de las posiciones planteadas o la que, en ejercicio de sus atribuciones, considere conveniente al interés de la Nación. (f. j. 28)

Haciendo caso omiso a la exhortación, el Congreso no pudo construir consensos que permitirían reanudar el plan de emprender un proceso constitucional de enmienda serio.

Pero que la pretensión inicial haya quedado trunca no fue óbice para que se suscitaran reformas importantes al articulado fundamental, verbigracia: la Ley n.o 27365, de 5 de noviembre de 2000, que reformó el art. 112 derogando la reelección inmediata del presidente y retornó a la regulación tradicional (la cual es evidencia de que la Constitución admitió enmiendas aun antes de la caída de Fujimori); por la Ley n.o 27680, de 6 de marzo de 2002, se introdujo una reforma íntegra a los preceptos que versaban sobre la descentralización; por su parte, la Ley n.o 28480, de 30 de marzo de 2004, modificó el art. 34 para permitir votar a los miembros de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional; en materia orgánica legislativa, la Ley n.o 29402, de 8 de septiembre de 2009, aumentó el número de congresistas previstos en los arts. 90 a 130; entre otras.

Estas enmiendas por iniciativa del órgano legislativo habrían sido insuficientes, a criterio del profesor Enrique Bernales Ballesteros (2013), si no hubieran sido coadyuvadas por la jurisprudencia constitucional, que a través de una «interpretación más amplia y de sólido apoyo conceptual en favor de las instituciones democráticas y del Estado de Derecho» constituyó un factor preponderante: «en el proceso de adaptación de la Constitución vigente al punto de hacerla compatible con la lógica, las necesidades y el funcionamiento de una democracia constitucional, que es lo que es hoy básicamente el Perú» (p. 41).

Sin ánimos de minusvalorar el esfuerzo desplegado por estas dos instituciones constitucionales, el autor exhibió en su momento cierta hesitación respecto a la perdurabilidad de la Constitución: «No estamos seguros de que este proceso de adaptación sea suficiente como para que esta Carta llegue al bicentenario de nuestra independencia, que celebraremos dentro de pocos años en 2021. Hagamos votos para que así sea» (Bernales, 2013, p. 41); estando en 2023, podemos contestar al profesor que los vaticinios de no resistencia fueron superados, aunque no acallados.

El iter histórico trajinado fue necesario para dar constancia de que la Constitución de 1993 ha dejado de ser la Constitución de Fujimori; a causa de la miríada de reformas introducidas por el Congreso y las interpretaciones efectuadas por el Tribunal Constitucional, es dable aseverar que esta ha experimentado un proceso de legitimación a posteriori con doble pretensión: desdibujar el pasado ignominioso de su procedencia, y perfilarla como la norma suprema y fundamental que representa y rige al pueblo peruano. Esto nos demuestra que los hijos de una nación, anoticiados de los errores de sus padres, pueden enmendar sus caminos.

3.2. Argumento del sistema económico

Que el Estado abandone su perfil de guardián de la noche para adoptar el de interventor ha sido un cambio de paradigma que ha demorado en la historia del constitucionalismo, debido a que la versión clásica de esta corriente jurídico-política estuvo engarzada con el liberalismo; surgió de esta forma el constitucionalismo liberal con un modelo económico que limitaba las labores del aparato estatal a la mera vigilancia o seguridad de las relaciones económicas. La consecuencia inevitable de proscribir al Estado del ámbito económico fue el empoderamiento de los actores económicos, cuyo poder llegó a rivalizar e incluso imponerse al mismo Estado.

Prueba de que el constitucionalismo estuvo despreocupado por la injerencia del Estado en la economía son los textos constitucionales del siglo XIX, que no poseen en su articulado un capítulo específico sobre regulación económica; por ejemplo, la Constitución boliviana de 1826.

Como esta concepción sumó diversos detractores, la doctrina y el influjo de las revoluciones y los acontecimientos políticos acaecidos en los primordios del siglo XX (que produjeron la Constitución de Querétaro de 1917, la Constitución de Rusia de 1918, y la Constitución de Weimar de 1919) propiciaron una mayor injerencia del Estado en el sector económico y social, lo que dio cabida a la eclosión del constitucionalismo social, un segundo momento de esta corriente cuya «preocupación básica está en la justicia social y en la economía de orden público» (Dermizaky, 2011, p. 36), y que tuvo por propósito complementar y en algunos casos atenuar al constitucionalismo liberal (Cruz, 2022a, p. 49).

Los Estados que prohijaron los postulados de este enfoque previeron en sus normas supremas un capítulo específico que versaba sobre su papel en lo económico y social: en el caso peruano «ninguna hasta la Constitución de 1979 tuvo un capítulo específico sobre el régimen económico» (Castillo, 2013, p. 3); una incorporación tardía si la comparamos con el caso boliviano, donde esta doctrina tuvo lugar más de cuatro décadas antes por la reforma constitucional de 1938, que contemplaba una sección sobre el régimen económico y financiero (arts. 106-120).

¿Cuál fue entonces el resultado de la constitucionalización del sistema económico del Estado? Dos, uno de orden normológico: se adhirió a las constituciones una tercera parcela a las clásicas parte dogmática y parte orgánica; y una de índole disciplinar: se enfatizaron los abordajes jurídico-económicos al repertorio de disposiciones constitucionales que reglan las relaciones económicas en el Estado. Al fenómeno constitucional le sucedió la innovación conceptual, promoviéndose por los juristas el uso de las expresiones como «Constitución económica» y «derecho constitucional económico».

La Constitución vigente, orientada por la tendencia a prever un acápite sobre la economía (como el texto de 1979), contempla en su articulado (título III): El Régimen Económico del Estado, compuesto por cuatro capítulos: Principios generales, Del ambiente y los recursos naturales, De la propiedad, Del régimen tributario y presupuestal, De la moneda y la banca, y Del régimen agrario y de las comunidades campesinas y nativas.

Concluido el repaso teórico e histórico es menester señalar que al ser la economía uno de los asuntos de mayor trascendencia para la sociedad, el argumento del sistema económico es con seguridad una de la razones de más peso que se esgrime para exigir una nueva Constitución.

La Constitución de 1993 promueve la libertad de la iniciativa privada y perfila una economía social de mercado (art. 58); el modelo propugnado fue criticado por diversos sectores debido a que concentraría la riqueza económica en manos privadas en detrimento de los intereses colectivos. Enlistemos los razonamientos en contra del actual sistema económico y los artículos impugnados:

a) El discurso del Estado subsidiario: El Estado reconoce el pluralismo económico. La economía nacional se sustenta en la coexistencia de diversas formas de propiedad y de empresa. Solo autorizado por ley expresa, el Estado puede realizar subsidiariamente actividad empresarial, directa o indirecta, por razón de alto interés público o de manifiesta conveniencia nacional. La actividad empresarial, pública o no pública, recibe el mismo tratamiento legal. (art. 60)

b) El discurso de los monopolios y oligopolios: El Estado facilita y vigila la libre competencia. Combate toda práctica que la limite y el abuso de posiciones dominantes o monopólicas. Ninguna ley ni concertación puede autorizar ni establecer monopolios. La prensa, la radio, la televisión y los demás medios de expresión y comunicación social; y, en general, las empresas, los bienes y servicios relacionados con la libertad de expresión y de comunicación, no pueden ser objeto de exclusividad, monopolio ni acaparamiento, directa ni indirectamente, por parte del Estado ni de particulares. (art. 61)

c) El discurso de los contratos-ley: La libertad de contratar garantiza que las partes pueden pactar válidamente según las normas vigentes al tiempo del contrato. Los términos contractuales no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase. Los conflictos derivados de la relación contractual solo se solucionan en la vía arbitral o en la judicial, según los mecanismos de protección previstos en el contrato o contemplados en la ley. Mediante contratos-ley, el Estado puede establecer garantías y otorgar seguridades. No pueden ser modificados legislativamente, sin perjuicio de la protección a que se refiere el párrafo precedente. (art. 62)

3.2.1. El discurso del Estado subsidiario

Este argumento censura la ínfima labor empresarial del Estado, que permite en los hechos que las empresas privadas aglutinen y, en consecuencia, decidan los costos por la prestación de servicios de diversa índole. Ante la posible tiranía de los precios dispuestos por dichas entidades, el Estado podría instituir empresas que brinden los mismos servicios a precios más módicos, pero, por efecto del art. 60 este solo puede realizar actividad empresarial (directa o indirectamente) si logra satisfacer determinados requisitos: ley expresa, y alto interés público o manifiesta conveniencia nacional.

Pero ¿cuál es el móvil para que la Constitución limitara el accionar del Estado en este ámbito? Consideramos que una de ellas es la prueba histórica de la deficiente administración de las empresas en manos del Estado. Así lo expresó el Instituto Peruano de Economía (2021):

Las empresas públicas en el país cuentan con un historial de grandes pérdidas económicas y desempeño deficiente. En la última década, las actividades empresariales del Estado han significado pérdidas por casi S/ 9 mil millones a cuenta de todos los peruanos. En general, el manejo de empresas públicas distrae la atención del Estado de sus verdaderas competencias vinculadas con la protección de derechos y el cierre de brechas sociales mediante una adecuada provisión de servicios públicos. (párr. 1)

A la razón expuesta se suma la inspiración en la evolución de las economías en países del viejo mundo, Canadá y Australia a partir de la democracia postsocial, que fomenta un menor protagonismo del Estado en la economía (mas no un abandono):

Durante los años ochenta y noventa, estos países han reducido de manera decisiva la intervención estatal en la economía, llevando a cabo la privatización de empresas y servicios públicos, la liberalización de intercambios financieros y comerciales o la desregulación parcial de las relaciones laborales. Han rebajado moderadamente o han mantenido sin aumentarla la presión fiscal y han limitado en medida variable algunas prestaciones sociales en materia de subsidios o de asistencia sanitaria. Pero no han renunciado a una intervención reguladora pública que marque las reglas básicas a las que deben someterse actores públicos, privados y del «tercer sector» o asociaciones voluntarias. Con estas medidas se han intentado combinar las exigencias de la economía postindustrial y de la competencia internacional con la necesidad de conservar equilibrios internos, nacidos del pacto social que dio origen al estado del bienestar. (Vallès, 2007, p. 127)

Observando la historia económica nacional y la dinámica económica del mundo es comprensible el porqué del paradigma adoptado por la Constitución de 1993. Esto sin embargo no significa que el Estado esté impedido de realizar actividad empresarial, en cuanto el propio art. 60 lo habilita, aunque cumpliendo presupuestos.

El segundo componente discursivo de este argumento es la escasa tuición del Estado respecto a la industria nacional, ya que tanto la empresa extranjera como la nacional reciben un mismo tratamiento a los ojos de la Constitución.

Es un hecho cierto que las empresas nacionales de diversos Estados en vías de desarrollo no tienen el capital suficiente para equipararse y, por ende, competir en un plano de igualdad con las factorías extranjeras, en particular si estas son multinacionales. Habría entonces la necesidad de establecer cierto fomento o mayor cobertura a la iniciativa económica nacional, ya que incluso las economías de algunas potencias estatales han dispuesto en su momento políticas proteccionistas para su progreso; sobre este punto el profesor Mario Bunge (2009) opina:

En efecto, los economistas que repiten el mantra de las virtudes de la competencia pasan por alto el hecho de que la competencia es estimulante cuando se da entre pares, pero que resulta destructiva entre desiguales, motivo por el cual los hombres de negocios sagaces intentan evitarla. Más aún, todas las economías avanzadas, desde la de Gran Bretaña a la de Japón, crecieron bajo la protección del Estado y con el auxilio de las tecnologías de incremento de la productividad que fueron inventadas, en su mayoría, en universidades financiadas por el Estado. (p. 50)

En razón de esta realidad, el pedido de una reforma para promover políticas económicas proteccionistas a favor de las empresas nacionales no resulta irrazonable; empero, el historial competitivo es un argumento serio en contra de estas medidas.

3.2.2. El discurso de los monopolios y los oligopolios

Este argumento es una consecuencia sobreviniente de la anterior: si el Estado se limita a un perfil vigilante en el ámbito económico y no fomenta la industria doméstica para que pueda competir idóneamente con las extranjeras, es muy probable que el flujo comercial se concentre en escasas manos habilidosas para sortear las regulaciones legales: los monopolios o los oligopolios.

La preocupación porque el poder económico se aúne y pueda extender su radio de influencia al político no fue desatendida por la Constitución de 1993, ya que su art. 61 prohíbe las prácticas monopolísticas directa o indirectamente tanto por el Estado como por particulares.

Esta previsión no es sin embargo una norma peculiar del derecho constitucional peruano, también la posee la Constitución boliviana en su art. 314:

Se prohíbe el monopolio y el oligopolio privado, así como cualquier otra forma de asociación o acuerdo de personas naturales o jurídicas privadas, bolivianas o extranjeras, que pretendan el control y la exclusividad en la producción y comercialización de bienes y servicios.

Incluso Estados Unidos, una de las potencias económicas del mundo, trató este asunto en su legislación por medio de la Sherman Antitrust Act de 1890, alertada por una sospecha fundada: «¿No sería de temer que las mismas libertades políticas se vieran amenazadas un día por una oligarquía económica?» (Maurois, 1945, p. 179); dicha ley fue reforzada posteriormente por la Clayton Antitrust Act de 1914 durante el gobierno de Woodrow Wilson.

Ahondando en el discurso, por las precauciones asumidas es dable sostener que los monopolios y los oligopolios pueden generar tensiones no solo en el sistema económico, sino también en el político, en especial si estos movilizan sus recursos para influir en las decisiones de los departamentos del poder en pro domo sua; id est, si se comportan como grupos de presión.

El influjo en las decisiones gubernamentales es tan crucial que, evitando mayores ambages, algunos autores los catalogan como «La tercera cámara legislativa» o «El Gobierno invisible»; cavilemos la descripción del contexto estadounidense en 1924, hecha por el profesor William Allen White:

La ficción de un voto por persona todavía es cortésmente mantenida en las clases de la escuela secundaria sobre instrucción cívica; pero los hombres y mujeres que participan de la política práctica, aunque sea incidentalmente, saben que hay hombres y mujeres que pueden tener tantos votos en el gobierno como intereses a los que quieran sacrificar tiempo, pensamiento y dinero... Si un ciudadano se satisface con un voto en la urna electoral, o con un voto y medio como miembro de su partido, es una hermosa pobre astilla de ciudadano. Está muy bien erguirse orgullosamente sobre sus derechos constitucionales y censurar al gobierno invisible. Pero es el gobierno real. Las clases gobernantes son las que usan sus sociedades profesionales, asociaciones de banqueros, ligas de mujeres, y similares para influir en el gobierno. Por supuesto que les exige tiempo e inteligencia y un poco de dinero, pero no demasiado. Por cincuenta dólares al año (en cuotas de socios) la familia media está en condiciones de obtener media docena de poderosos votos en el gobierno, cada voto diez veces más poderoso que el voto garantizado por la Constitución. (Linares, 1959, p. 119)

Con base en lo descrito, ¿es acaso cándido o ignorante guardar recelos de los directores de las grandes factorías? Por descontado que no, por lo menos si se confía en la aseveración del profesor John Kenneth Galbraith (1968): «El instinto que advierte los peligros que presenta la asociación del poder económico con el político es un instinto sano» (p. 430); y la del profesor Harold J. Laski (1945): «O bien la democracia política se adueña del monopolio económico, o el monopolio económico será el dueño de la democracia política» (p. 413).

Considerando los puntos precisados, vedar constitucionalmente la erección de monopolios u oligopolios es aceptable en aras de proteger la armonía del sistema económico y enervar la autoridad de los colectivos oligárquicos en la toma de decisiones gubernativas.

Pero, en el ámbito peruano, a pesar de que el art. 61 dispone esta prohibición de forma expresa, se afirma que algunas empresas habrían tornado en monopólicas a partir de la compra de otras, o en oligopólicas a partir de fusiones. No obstante, de reprochar a la Constitución su incompetencia para raer este tipo de conductas, su antecesora tampoco eludiría a esta crítica; según el profesor Alfredo Bullard Gonzáles (1994):

La Constitución de 1979 prohibió los monopolios, consagrando con ello una norma no solo incumplida, sino imposible de cumplir. Los monopolios existieron durante toda la vigencia de la Constitución, y hubiesen seguido existiendo en economías pequeñas como las nuestras aún en el caso que la norma siga vigente.

[…]

Prohibiciones a la existencia de monopolios o de oligopolios, como la contenida en la Constitución de 1979, se fundamentan en la idea que el Estado debe proteger a la empresa pequeña, sin perjuicio de que ello implique mayores costos de producción en perjuicio del consumidor. Simplemente no se quiere una o pocas empresas, es decir se quiere que el mismo mercado se reparta entre más productores, sin importarnos que ello incremente los costos de producción por la vía de duplicar los costos fijos.

La nueva Constitución ha comprendido adecuadamente el fenómeno. El monopolio no solo no está prohibido, sino que mientras que la posición de dominio en el mercado sea adquirida por la vía de una legal y legítima competencia, está tutelada por el Estado. Lo que se prohíbe son dos situaciones: el abuso de posición de dominio y las prácticas restrictivas o limitativas de la libre competencia. (pp. 8-9)

Considerando lo expuesto, es probable que la operatividad de algunas prácticas económicas empresariales haya logrado configurar relaciones comerciales próximas al monopolio u oligopolio, pero que no ameriten su calificación como tal por las particularidades de su constitución. Ergo, si la problemática a zanjar es proscribir este tipo de organizaciones, la Constitución de 1993 ya contempla la solución a la cuestión; si se desea profundizar la temática, para eso está la ley.

En caso el Congreso se niegue a emitir una ley sobre actos antimonopólicos y oligopólicos (o análogas) por iniciativa propia, el pueblo puede estimular a sus representantes para que la efectúen; esto funestamente exhibiría los resabios de una filosofía legalista: es imprescindible contar con una ley para hacer cumplir la Constitución.

3.2.3. El discurso de los contratos-ley

Los contratos-ley son una herramienta novicia en la historia constitucional peruana, eficiente para la promoción de inversión económica extranjera y nacional, por cuanto se dispone, mediante un instrumento contractual supralegal, una serie de garantías y seguridades que las empresas requieren para el desarrollo normal de sus actividades industriales, que impiden al Estado «desobligarse de su relación jurídica patrimonial con el inversionista, mediante la derogación de la ley» (Amado y Miranda, 1996, p. 19).

Por efecto de este tipo de contratos el Estado ha propiciado mayor flujo económico, empero, debido a que son insusceptibles de modificación por ley del Congreso, y tan solo admitiendo variaciones a partir de un consenso entre las partes suscribientes, una parte de la ciudadanía acusa a la Constitución de haber preceptuado un dispositivo contractual de sumisión estatal a merced de los intereses de las empresas: ¿se prosternó la soberanía?

Es verídico que las inculpaciones son serias, en especial si los acuerdos a los que se arribó benefician en mayor medida a los intereses particulares que los colectivos. A pesar de ello, el crecimiento económico experimentado por Perú desde 1993 es notable, tanto que permitió al país superar la crisis de los ochenta. Así lo observó la profesora María McFarland Sánchez-Moreno (2002):

Por otra parte, en 1993 las medidas de liberalización económica de los primeros dos años del Gobierno fujimorista comenzaron a surtir efecto de manera positiva. Empresas nacionales se estaban vendiendo a altos precios, la inversión privada aumentó, y la inflación bajó marcadamente. Estas mejoras dramáticas, sucediendo inmediatamente después de la profunda crisis económica de fines de los años 80, aumentaron el apoyo a Fujimori. (p. 554)

La inyección de capitales extranjeros fue un factor importante para estabilizar económicamente al Estado, y por cómo se desenvolvieron los hechos, es probable que sin el incentivo de los contratos-ley los inversores privados no hubieran arriesgado su patrimonio en proyectos de alta escala (con acuerdos de cinco a más años).

Ergo, esta medida fue necesaria y, aunque algunos la tilden de ser un mal para el país, quizás sea un mal necesario. La amplia inversión de capitales extranjeros (y, claro, nacionales) no podría ser posible si no se garantizase seguridad para la dinámica de sus labores; cuestionémonos, de ser un empresario: ¿sería apropiado invertir considerable patrimonio, por un plazo extenso, en un país inestable política y jurídicamente, donde el gobierno pudiera hacer y deshacer cómodamente transacciones de proyectos económicos de envergadura?

Sin ánimos de generar contradicción argumentativa, si los contratos-ley son un dispositivo efectivo para el desarrollo económico, en contrapartida, estos se erigen como instrumentos jurídicos que reducen el ámbito de legislación del Congreso y, por ende, del campo de decisión del pueblo, que puede no estar conforme con la administración de la explotación de los recursos o los servicios prestados por los emporios industriales.

De ser los contratos-ley acuerdos para el enriquecimiento indebido de las empresas y particulares en detrimento de los intereses del pueblo, este tiene los mecanismos constitucionales idóneos para su enmienda en el texto constitucional de 1993, debiendo tan solo modificar o suprimir el segundo párrafo del art. 62.

Con base en el iter discursivo trajinado es dable deducir que la subsidiariedad del Estado, los monopolios y los oligopolios, y los contratos-ley son una muestra del desafecto y el recelo que parte de la ciudadanía peruana expresa para con el predominio económico y la influencia política que ejercen las grandes empresas -en particular las extranjeras-; auténticos Behemots cuya potencia rivaliza (y quizás supera) a la potencia del Leviatán, a quien por fuerza de una Constitución encomendamos primero la salvaguardia de nuestro bienestar por sobre cualquier otra entidad política.

3.3. Argumento de los derechos sociales

La Constitución vigente fue moldeada en las postrimerías del siglo pasado (1993), un período en el que existía profusa doctrina sobre el constitucionalismo liberal y el constitucionalismo social, y del que el constituyente pudo consultar antes de proceder al reconocimiento de los derechos de la parte dogmática, contemporáneamente denominada: «Estatuto de los Derechos» (Sagüés, 2017, p. VII).

Hogaño no se dispone de un patrón o estándar de derecho constitucional que determine tajantemente cuál debe ser el contenido de una Constitución; esto es así porque las constituciones además de ser una norma suprema e instrumento de gobierno son un producto cultural que debe responder a las particularidades de cada nación: sería ilusorio imponer un molde petrificado que uniforme los textos constitucionales del globo, en cuanto como explicaba el profesor Herman Finer -parafraseado por Linares Quintana-: «la definición de la Constitución deja abierta la cuestión de su forma y sustancia, y es por ello que las constituciones modernas exhiben tan grande variedad de formas y tan marcada diferencia de sustancia» (Linares, 1958, p. 4). En razón de esta aserción, se colige que las constituciones pueden presentar un catálogo de derechos más frondoso o exiguo que el de sus semejantes.

No obstante lo expresado, si el momento constituyente tuvo lugar a finales del siglo XX o primordios del presente, es comprensible que se presuma que la Constitución receptara no solo derechos de corte individual, sino también colectivo.

A partir de esta focalización axiológica entre bienes particulares e intereses colectivos como basamento de los derechos, los juristas tendieron a clasificar los derechos fundamentales en tres categorías. Se perfiló entonces la teoría generacional de los derechos fundamentales, postulada por el profesor Karel Vasak en un artículo publicado en el Correo de la Unesco de 1977; pero ser el promotor no está ligado al galardón de ser el primero en emplear la expresión distintiva de una teoría, ya que dicho acto fue efectuado por el profesor Amadou-Matar M’Bow, quien hablaba de la tercera generación de derechos.

La terminología usual es la siguiente: primera generación de derechos civiles y políticos, segunda generación de derechos económicos, sociales y culturales, y tercera generación de derechos colectivos o de los pueblos. A pesar de su amplio cobijamiento y asiduo uso (en artículos, libros, tratados, tesis de maestría y doctorado de reciente data), doctrinarios calificados señalan la necesidad de prescindir de ella; p. ej., el profesor Víctor Bazán (2010) sostiene que

Al ser unitaria la dignidad humana, la escisión de los derechos humanos en «categorías» pretendidamente diversas y estancas, solo conduce a la creación de falsas dicotomías que poco aportan en favor de la indivisibilidad, la universalidad y la interdependencia de los derechos humanos, sean estos civiles y políticos o económicos, sociales y culturales. […] Los enfoques atomizados o fragmentados, como el que subyace en la tesis de las «generaciones de derechos humanos», han dificultado la evolución del derecho internacional de los derechos humanos en la dimensión fáctica. […] Cuando menos, podría convenirse que tal fórmula no puede ser admitida automática y acríticamente, sino que, como alternativa de «mínima», debe ser repensada, verificando si, en definitiva, es léxica, histórica y jurídicamente correcta o simplemente una creación discursiva arbitraria. (pp. 354-355)

Por razones como la transcrita algunos autores abogan en favor del desuso definitivo, como el profesor Steven L. B. Jensen (2017), quien sin mayores reparos afirma que debemos dejar «descansar en paz a la teoría de las tres generaciones de derechos humanos». Empero, si practicamos un ostracismo conceptual sin disponer de un sustituto la teoría de los derechos fundamentales comenzaría a esgrimir una serie de términos sin alcanzar la homogeneidad que tuvo la teoría generacional; ante este riesgo, el profesor Ingo W. Sarlet (2019) sugiere utilizar la expresión «dimensión» (la cual sería esgrimida también por el profesor E. Riebel).

Este término también se puede observar en el profesor Robert Alexy (2000), quien cita a su vez a K. J. Partsch.

La predilección actual de un sector de la doctrina se inclina por consiguiente por una teoría generacional de los derechos fundamentales, que comprenda de forma más idónea el carácter sistémico y progresivo de los derechos. Al ser esta la postura más apropiada, en su oportunidad manifestamos que a causa de las críticas respecto a la base histórica frágil, la posibilidad de sustitución y jerarquización de los derechos, y la desorbitada estimada a la positivización, era dable concluir:

Ante el avance de la ciencia constitucional y de los derechos humanos algunas categorías conceptuales pueden ser desechadas por sus implicancias negativas, debido a ello es que debe indagarse para encontrar expresiones que sean más apropiadas a los hechos que se pretenden describir. Al ser el término «generación» inidóneo para comprender la trascendencia y dinámica de los derechos humanos, debemos auxiliarnos de la palabra más idónea según la doctrina contemporánea, hablemos entonces de «dimensiones» de los derechos. (Cruz, 2021, p. 228)

De acuerdo con lo expuesto, es plausible inferir que el constituyente peruano estuvo suficientemente anoticiado sobre las distintas dimensiones de los derechos fundamentales; y en razón de ello podría tildarse a la Constitución de estar desfasada, ya que su apartado sobre derechos constitucionales no es de elogiar en lo referente a derechos de índole social si se coteja con la batería de derechos sociales de Estados vecinos -v. gr., el de Bolivia-.

Esta falencia de la Constitución de 1993 se convirtió con el decurso del tiempo en un argumento a favor de una nueva Constitución, porque la demanda de mayor intervención del Estado para la tutela de derechos sociales es una exigencia legítima conforme al avance del derecho constitucional y el derecho internacional de los derechos humanos.

Si se realiza una lectura superficial al texto constitucional se constatará que no hay una previsión sobre el derecho a la alimentación y el derecho a la vivienda; los cuales recibieron un tratamiento diametralmente distinto por el constituyente boliviano, que reconoce al primero en su art. 16.I, y al segundo en el tercer párrafo de su preámbulo y el art. 19.I. Además de contemplarlos como derechos, se hace mención de ellos en otros apartados, uno de los más importantes se encuentra en el capítulo sobre política fiscal:

La determinación del gasto y de la inversión pública tendrá lugar por medio de mecanismos de participación ciudadana y de planificación técnica y ejecutiva estatal. Las asignaciones atenderán especialmente a la educación, la salud, la alimentación, la vivienda y el desarrollo productivo. (art. 321.II)

Las razones para que la Constitución optara por no incrustar estos derechos en el catálogo de su estructura pueden deberse al modelo económico comercial de mercado, pero en especial al rol subsidiario del Estado, en cuanto el derecho a la alimentación y el derecho a la vivienda son derechos fundamentales de naturaleza prestacional. Al tener este carácter su satisfacción alentaría el paternalismo estatal y requeriría elevadas sumas del erario nacional.

Lo señalado cobra relevancia si se considera la usual dicotomía en derechos negativos y derechos positivos, donde los primeros, a diferencia de los segundos, implican un menor gasto para las arcas del Estado por la facilidad de su materialización. Verbigracia, la Constitución garantiza la libertad de religión en el art. 2.3, derecho que se satisface cuando un individuo decide profesar o no profesar una creencia; en cambio, si se reconociera el derecho a la vivienda, el Estado estaría en la obligación de diseñar planes económicos para garantizar a cada familia peruana un hogar digno.

Sin mengua de lo parificado, para algunos autores la línea divisoria entre las dos categorías de derechos no es tan abismal como es frecuente escuchar o leer. Los profesores Stephen Holmes y Cass R. Sunstein (2011) sostienen:

La imposición de las leyes es costosa, sobre todo si ha de ser uniforme y justa; y los derechos legales son vacíos si no existe una fuerza que los haga cumplir. Dicho de otro modo, casi todos los derechos implican un deber correlativo, y los deberes solo se toman en serio cuando su descuido es castigado por el poder público con recursos del erario público. No hay derechos legalmente exigibles allí donde no hay deberes legalmente exigibles, y por esta razón, la ley solo puede ser permisiva si al mismo tiempo es obligatoria. Lo que equivale a decir que no se puede obtener la libertad personal limitando la interferencia del gobierno en la libertad de acción y de asociación. Ningún derecho es simplemente el derecho a que los funcionarios públicos no lo molesten a uno. Todos son reclamos de una respuesta gubernamental afirmativa. En términos descriptivos, todos los derechos son definidos y protegidos por la ley. Una orden de restricción emitida por un juez cuyos requerimientos normalmente se obedecen es un buen ejemplo de «intrusión» gubernamental en defensa de la libertad individual. Pero el gobierno se involucra en un nivel aún más fundamental cuando las legislaturas y los tribunales definen los derechos que los jueces habrán de proteger. Toda orden de hacer o no hacer, a quienquiera que vaya dirigida, implica tanto una concesión afirmativa de un derecho por parte del Estado como un legítimo pedido de ayuda dirigido a uno de sus agentes.

Si los derechos fueran meras inmunidades a la interferencia pública, la virtud suprema del gobierno (en relación con el ejercicio de los derechos) sería la parálisis o la invalidez. Pero un Estado incapacitado no puede proteger las libertades individuales, ni siquiera las que parecen totalmente «negativas», como el derecho a no ser torturado por agentes de policía o guardias penitenciarios. Un Estado que no es capaz de organizar visitas regulares a las cárceles y penitenciarias por parte de médicos pagados por los contribuyentes y dispuestos a presentar pruebas creíbles ante un tribunal no puede proteger de modo eficaz a los presos de padecer torturas y palizas. Todos los derechos son costosos porque todos presuponen una maquinaria eficaz de supervisión, pagada por los contribuyentes, para monitorear y controlar. (pp. 64-65)

En corolario, al provecto adagio «donde hay un derecho, hay un recurso» habrá que sumar: «Los derechos son costosos porque los remedios lo son» (Holmes y Sunstein, 2011, p. 64); dándonos la ecuación: Donde se reconozca un derecho fundamental, debe existir una garantía, cuyo costo variará en función del plexo procedimental dispuesto para su materialización.

Desde esta concepción las peticiones de reforma para incorporar mayores derechos sociales en la Constitución, como el derecho a la alimentación o el derecho a la vivienda, tendrían una base sólida para su sostén: al no ser radical la distinción entre derechos positivos y derechos negativos, el Estado -por mandato de la Constitución- no debería discriminar a los derechos prestacionales postergando su sustantivación.

Aun cuando la aplicación de los argumentos de los profesores Holmes y Sunstein favorezca la implementación constitucional y la satisfacción de más derechos de índole social, consideramos que esta pretensión tendrá que soslayar tres contraargumentos: a) los derechos imposibles, b) una interpretación metatextual de la Constitución, y c) la adopción o fortificación de la democracia monitorizada y el fomento de la estructura de sostén de derechos.

3.3.1. Los derechos imposibles

Que una Constitución solo deba contener la complexión básica del Estado y el estatuto de derechos fundamentales de las personas es un axioma de derecho constitucional que hogaño ha sido relegado por algunas normas supremas que descienden a la regulación puntillosa propia de la legislación o reglamentación.

Una de las partes afectadas por la desatención a las cualidades estructurales de una Constitución -incompletitud y contenido implícito- fue la parte dogmática, su quintaescencia. Parifiquemos lo aseverado:

La primera Constitución codificada de Bolivia constaba de ciento cincuenta y siete artículos, donde el título 11 preveía los derechos de las personas en nueve artículos (149-157), aunque bajo un rótulo erróneo: «De las Garantías» 1. En 2009 el número de disposiciones asciende a cuatrocientos once, los derechos tuvieron asidero específico en los arts. 13-107, noventa y cuatro preceptos en los que según el profesor William Durán (2010): «La Constitución del Estado Plurinacional ha incorporado un catálogo de derechos que probablemente sea el más generoso y abigarrado de cuantas constituciones de esta órbita de cultura hemos podido conocer» (p. 487).

Obsérvese la diferencia de normación, en menos de dos siglos la Constitución boliviana adquirió mayor densidad normativa que otras como la estadounidense: se sumaron doscientos cincuenta y cuatro artículos; si focalizamos el análisis a la parte dogmática, se constata que de 1826 a 2009 se adicionaron ochenta y cinco artículos, sin contar los derechos diseminados en otras disposiciones, los derechos humanos de fuente internacional (constitucionalizados), y los derechos implícitos reconocidos jurisprudencialmente.

La lacónica descripción constitucional faculta a observar que el Estado boliviano desatendió el axioma precedentemente aludido, incurriendo en hipertrofia normativa.

¿Es favorable un rico sistema de derechos fundamentales? La respuesta es doble: sí y no. Es un factor positivo en cuanto se inscriben derechos que serán abrigados por el carácter supremo y fundamental de la Constitución, los gobiernos de turno no pueden alegar la inexistencia escritural de estos cuando se reclame su cumplimiento; pero es un dato negativo porque -utilizando expresiones de Holmes y Sunstein- en caso el Estado esté incapacitado económica y financieramente, y disponga tan solo de una deficiente maquinaria de monitorización, los derechos constitucionales se transfigurarán en meros derechos imposibles, id est, derechos de bella prosa que solo pueden promocionarse en el escaparate constitucional (en términos vulgares, puede ver pero no adquirir).

Los constituyentes y el pueblo que lo espolea con sus pretensiones deben actuar con aplomo al momento de inscribir derechos en la Constitución, ya que estos podrían tornarse en impracticables en el plano existencial, careciendo de efectividad y generando escenarios de incumplimiento y desafección que no coadyuvan al cultivo de la cultura constitucional de una nación. Análogo parecer tuvo el profesor Germán Bidart Campos (1989) cuando afirmó que «no hay nada peor para los derechos humanos, y para la Constitución, que declarar derechos imposibles» (p. 377).

La amonestación de no aglutinar más derechos que los que el Estado tenga la vis de sustentar es diáfana:

El reconocimiento de mayores derechos, para contentar ora al pueblo, ora a la comunidad internacional, puede ocasionar insatisfacción popular y consecuente repudio, porque la constitución reconoce derechos que no son posibles de satisfacer; por ejemplo, el artículo 16.I de la norma suprema boliviana reconoce el derecho al agua, pero la zona sur de la ciudad de Cochabamba padece la carencia de este líquido aun en nuestros días. Cuantos más derechos se reconozcan y el Estado no tenga la capacidad de materializarlos, se generarán indefectiblemente escenarios de incumplimiento a la constitución, convirtiendo sus dictados en mera poesía constitucional. (Cruz, 2022b, p. 29)

Con base en este contraargumento a favor de una reforma constitucional pro derechos sociales, el vigor de las peticiones se enerva, por cuanto antes de reconocer mayores derechos constitucionales, en particular los de índole prestacional, se debe sopesar si la capacidad económico-financiera del Estado está en las condiciones de darles sostén; no obstante, juzgamos imprescindible que la tarea de sopesar las condiciones sociales, económicas y jurídicas vigentes antes de pertrechar el epíteto de «imposible» a un derecho, se hagan con sumo cuidado, ya que como refiere el profesor Néstor Pedro Sagüés (2016):

deben distinguirse los derechos genuinamente imposibles, esto es, aquellos para los cuales realmente no pueden proveerse de modo sensato y factible las partidas presupuestarias para satisfacerlos correctamente, de los que podríamos llamar derechos «imposibilitados», o falsamente imposibles, que aparecen si el Estado argumenta que no tiene dinero para atenderlos plenamente cuando en verdad lo posee, pero lo ha destinado a otros objetivos espurios o de menor importancia, v. gr., ciertos gastos reservados de incierto y poco limpio destino, o de tipo meramente suntuario, partidas programadas para despilfarros y extravagancias, otras devoradas por la corrupción y los negociados, el clientelismo partidista, las aventuras bélicas y las carreras armamentísticas injustificadas, las inversiones y proyectos absurdos o delirantes, la compra de bienes y recursos innecesarios o superfluos, el incremento de la burocracia, la simulación de empleos y algunas remuneraciones estatales exageradas, el inadecuado manejo de las empresas públicas, etcétera. (p. 324)

3.3.2. Una interpretación metatextual de la Constitución

La Constitución de 1993 contiene doscientos seis artículos, pero en ninguno de ellos es posible leer el derecho a la alimentación o el derecho a la vivienda. Pese a esta ausencia, debemos entender que las constituciones solo contemplan la osamenta normativa fundamental del Estado, motivo por el que omiten determinadas materias o receptan cláusulas vagas.

Pero en materia constitucional (particularmente lo referente a los derechos) no es recomendable interpretar categóricamente la omisión como negación, por cuanto podríamos mermar la fuerza y la amplitud del elenco de derechos constitucionales. Por ejemplo, la Constitución de Bolivia no hace mención alguna del derecho a la protesta en su frondoso articulado, ¿acaso esto significaría que los bolivianos no tienen la facultad de manifestar su oposición sobre determinada cuestión política o social? Por descontado que no; este derecho es característico de los regímenes constitucionales y democráticos, por lo que brindar una exégesis distinta habría impedido que se realizaran las protestas ciudadanas por el 21F y el 21R2. Si retrocedemos aún más y persistimos en las lecturas llanamente textuales, la situación se agravaría, porque no solo la reforma de 2009 no lo registra, sino que los dieciocho textos constitucionales precedentes tampoco lo hacen.

Entonces se formula otra interrogante: ¿si se afirma que el derecho a la protesta ostenta rango constitucional, qué documento avala este aserto? La réplica es que algunos derechos se hallan contenidos en soportes escriturales de rango constitucional externos al texto de la Constitución: ora en jurisprudencia constitucional, ora en tratados y convenciones internacionales en materia de derechos humanos, ora en la jurisprudencia interamericana.

Este fenómeno de dispersión del contenido deóntico de las constituciones propició a su vez la formulación y la recepción de la doctrina del bloque de constitucionalidad; situación y teoría a los que Perú se arrimó.

Ergo, cuando se esgrime el argumento de que el derecho a la vivienda y el derecho a la alimentación no existen en el plano constitucional para propiciar reformas constitucionales, se está adoptando una posición radicalmente formalista y nesciente del sistema constitucional peruano, porque se reduce la riqueza de las normas constitucionales a lo expuesto por los doscientos seis artículos del documento constitucional.

Dada la tesitura de la constitucionalización de normas internacionales y la profusa jurisprudencia constitucional, profanos y abogados deben realizar estudios metatextuales -más allá- de la Constitución3 antes de aseverar que cierto derecho es negado por el entramado constitucional.

Es verdad que una lectura superficial del texto constitucional nos impele a negar asidero a los objetos de indagación, pero si procedemos con una interpretación más allá de los doscientos seis preceptos, podremos verificar que estos derechos presentan vigencia normológica. ¿Qué dispositivos normativos nos habilitan para obrar de esta forma además de la fisonomía particular de toda Constitución? El artículo 3.55 y la disposición final cuarta, que disponen que la enumeración de los derechos no es excluyente de otros de índole análoga o que puedan fundarse en la dignidad humana, la soberanía del pueblo, el Estado democrático de derecho y el régimen republicano; que forman parte del derecho nacional y que se interpretarán conforme a la Declaración Universal de Derechos Humanos y tratados semejantes, respectivamente. Procedamos:

Perú es parte del sistema interamericano de protección de derechos humanos, cuya cúspide la ocupa la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, aprobada en la novena conferencia internacional americana, celebrada en Colombia en 1948, el instrumento de mayor trascendencia: la Carta Magna Americana.

Al formar el Estado parte de este dispositivo normativo internacional, los derechos que contempla son derechos constitucionales -de fuente internacional- de los ciudadanos peruanos. En la materia que nos atinge, el art. XI declara:

Toda persona tiene derecho a que su salud sea preservada por medidas sanitarias y sociales, relativas a la alimentación, el vestido, la vivienda y la asistencia médica, correspondientes al nivel que permitan los recursos públicos y los de la comunidad.

Continuando con el discurso, es necesario citar la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969, suscrita por el Perú el 27 de julio de 1977, que depositó el instrumento de ratificación el 12 de julio de 1978. El art. 26 de este dispositivo versa sobre los derechos económicos, sociales y culturales, y dispone:

Los Estados Partes se comprometen a adoptar providencias, tanto a nivel interno como mediante la cooperación internacional, especialmente económica y técnica para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos que se derivan de las normas económicas, sociales y sobre educación, ciencia y cultura, contenidas en la Carta de la Organización de los Estados Americanos, reformada por el Protocolo de Buenos Aires, en la medida de los recursos disponibles, por vía legislativa u otros medios apropiados.

La regulación es vaga y remite a las metas básicas del documento fundante de la OEA, es decir, al art. 34, incisos j: «Nutrición adecuada, particularmente por medio de la aceleración de los esfuerzos nacionales para incrementar la producción y disponibilidad de alimentos»; y k: «Vivienda adecuada para todos los sectores de la población».

En razón de este tratamiento indirecto y genérico de los derechos a la alimentación y vivienda, debemos remitirnos al Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en Materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1988, llamado también «Protocolo de San Salvador», y que el Perú firmó el 17 de noviembre de 1988 e introdujo el documento de ratificación el 17 de mayo de 1995.

La norma complementaria a la convención reconoce el derecho a la alimentación en el art. 12:

1. Toda persona tiene derecho a una nutrición adecuada que le asegure la posibilidad de gozar del más alto nivel de desarrollo físico, emocional e intelectual. 2. Con el objeto de hacer efectivo este derecho y a erradicar la desnutrición, los Estados partes se comprometen a perfeccionar los métodos de producción, aprovisionamiento y distribución de alimentos, para lo cual se comprometen a promover una mayor cooperación internacional en apoyo de las políticas nacionales sobre la materia.

También lo cita en el art. 15.3b (como derechos de la niñez) y el art. 17.a (como derecho a la ancianidad). Pero no refiere nada sobre el derecho a la vivienda.

Trasladémonos ahora del ámbito de las normas internacionales constitucionalizadas a la jurisprudencia constitucional. El Exp. n.o 01470-2016-PHC/TC, resuelto el 12 de febrero de 2019 dispuso:

12. Este Tribunal Constitucional considera que el derecho a una alimentación adecuada es un derecho que no solamente tiene reconocimiento a nivel de los tratados internacionales sobre derechos humanos, sino que además tiene reconocimiento y vigencia en el ordenamiento jurídico peruano en tanto los tratados que los reconocen han sido aprobados e incorporados como derecho interno.

[…]

39. En función a la interpretación oficial del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU, y con base en una interpretación desde la Constitución peruana, este Tribunal Constitucional entiende que el derecho a la alimentación es una posición jurídica de derecho subjetivo que faculta a su titular a obtener una prestación positiva por parte del Estado, a fin de que este le provea o le haga accesibles los medios suficientes y adecuados que satisfagan sus requerimientos alimenticios de manera sostenible, cuando su titular se encuentre en una situación de vulnerabilidad que le impida satisfacerlos por sí mismo. El Estado está obligado de satisfacer una alimentación de subsistencia que permita al titular del derecho verse libre de padecer hambre (sensación incómoda o dolorosa causada por la falta de comida) y mantener su funcionalidad corporal, siendo progresivo el desarrollo y complementación de dicho mínimo.

Respecto al derecho a la vivienda, el Exp. n.o 0018-2015-PI/TC, ventilado el 5 de marzo de 2020, determinó:

121. Este Tribunal considera que el derecho a la vivienda adecuada es un derecho fundamental de toda persona que se encuentra íntimamente ligado al principio-derecho de dignidad humana, a la fórmula del Estado Social y Democrático de Derecho (artículos 3 y 43 de la Constitución), al principio de igualdad material y al derecho al libre desarrollo y bienestar (inciso 1 del artículo 2 de la Constitución).

20. […] dicho derecho no se encuentra regulado en la Constitución de 1993, por lo que es necesario desprenderlo de otros derechos fundamentales […].

En función de lo trajinado en el ámbito normativo internacional (constitucionalizado) y la jurisprudencia constitucional del Tribunal Constitucional, se corrobora que el derecho a la alimentación y el derecho a la vivienda no son posiciones jurídicas extrañas al universo prescriptivo constitucional peruano. Por tanto, teniendo asidero en el sistema constitucional, el argumento de los derechos sociales como discurso para la promoción de una nueva Constitución carece de justificación. No obstante, es altamente probable que algunos abogados y ciudadanos no formados en ciencia jurídica insistan en el reconocimiento expreso de estos derechos por la aun arraigada tradición legalista; por ello, en caso la estructura constitucional no sea suficiente para satisfacer sus angustias, puede activarse el procedimiento de enmienda para incorporarlos explícitamente en el catálogo de derechos, lo que supondría una redundancia desde la perspectiva del bloque de constitucionalidad (una pluralidad de textos de rango constitucional contendrían el mismo derecho).

3.3.3. Democracia monitorizada y estructura de sostén

Las crecientes voces que piden una nueva Constitución o reformas (injustificadas) revelan a criterio nuestro la creencia popular de que innovando o enmendando el texto constitucional la situación económica, política y social del país cambiará repentinamente, cual si tuviesen la potestad y la vertiginosidad del rey Midas.

Estos defectos de la cultura constitucional iberoamericana -fetiche textual y revisionismo constitucional- focalizan su atención y por ende esfuerzos en la fuerza moldeadora de los textos constitucionales de tal forma que parecieran depositar su plena convicción en uno solo de los factores que impulsó el robustecimiento de la tutela de los derechos fundamentales en el mundo, omitiéndose la participación de la sociedad civil e instituciones impulsoras de la protección de los derechos humanos.

Para la materialización de los derechos de naturaleza prestacional no basta con el reconocimiento formal, se precisa asimismo que los órganos ejecutivos y legislativos diseñen políticas públicas para su apropiada satisfacción; se deduce entonces que la inacción de estos departamentos del poder acarrearía la negación de estos derechos. Con el propósito de evitar el incumplimiento o desinterés gubernamental por los derechos sociales inmersos en la Constitución, resulta crucial en el presente siglo la colaboración de mecanismos de vigilancia y plataformas de fomento para su cobertura. Entonces, antes de sobreestimar la potestad configuradora de las normas constitucionales, priorícese -o, en su caso, impleméntese- las instituciones de la «Democracia Monitorizada» (Keane, 2018) y la «Estructura de Sostén» (Epp, 2013).

La primera locución fue pergeñada en 2008 por el profesor John Keane en su obra Vida y muerte de la democracia, para significar:

una nueva forma histórica de democracia, una variedad de política «posparlamentaria» caracterizada por el rápido crecimiento de muchas clases de mecanismos extraparlamentarios de escrutinio del poder […]. La democracia ha llegado a significar más que las elecciones, aunque nada menos. Dentro y fuera de los Estados, los monitores independientes del poder empiezan a tener efectos tangibles. Sometiendo a una vigilancia permanente a políticos, partidos y gobiernos elegidos, les complican la vida, cuestionan su autoridad, los obligan a cambiar su orden de prioridades… y en ocasiones los hunden en el descrédito. (2018, p. 678)

La segunda es una expresión empleada por el profesor Charles R. Epp (2013) en su libro La revolución de los derechos, para hacer alusión a uno de los elementos clave que promovió dicho movimiento en los Estados Unidos, el cual estaría conformado por «organizaciones de defensa de derechos individuales, abogados especializados en esa defensa y fuentes de financiación, sobre todo de financiación provista por el gobierno» (p. 22).

Estimo pertinente que los hombres que intiman con el mundo jurídico y la sociedad peruana en general destinen su inquietud y energía no solo a las normas constitucionales, sino también a la instauración o fortalecimiento de mecanismos de monitorización, que servirán para recordar a las instancias gubernamentales que si los derechos sociales están inscritos en el orbe normativo constitucional, estos adquieren las cualidades de supremacía y fundamentalidad, significando por consiguiente su incumplimiento y desacato diáfano de la Constitución.

Para coadyuvar en la labor de sometimiento de los gobernantes a la Constitución, en particular respecto a la obediencia de las prohibiciones y las obligaciones que generan los derechos reconocidos en su texto, la sociedad civil organizada, además de erigirse como un idóneo instrumento de monitorización, puede promover la protección de los derechos a la alimentación y derecho a la vivienda apoyando las tareas de las organizaciones de protección de derechos humanos que funcionan en el país, sean estas estatales o extraestatales; por ejemplo, el art. 162 prevé a la Defensoría del Pueblo, un órgano que recabaría importantes resultados si tuviese mayor financiamiento y compromiso de su personal con la lucha de los derechos humanos de la dimensión económico, social y cultural, debido a que es la institución constitucional encargada de «defender los derechos constitucionales y fundamentales de la persona y de la comunidad; y supervisar el cumplimiento de los deberes de la administración estatal y la prestación de los servicios públicos a la ciudadanía».

La contribución puede ser financiera o de consultoría, en caso de ser un abogado; lo importante es que las organizaciones tengan la capacidad económica y logística necesarias para bregar sostenidamente por los derechos sociales en las instancias procesales correspondientes, ya que estos al tratarse de derechos sociales serán por su generalidad onerosos y prolongados.

En caso no exista una institución idónea que dinamice la función de monitorear y promover el cumplimiento del derecho a la alimentación y derecho a la vivienda por parte de los órganos constitucionales vigentes, podrían erigirse «comisiones de derechos humanos especializadas», instituciones legales suficientemente financiadas por el erario nacional cuya primordial tarea sea la promoción por la tutela del derecho a la alimentación y el derecho a la vivienda; o, combinando los dos dispositivos reseñados con antelación, la sociedad en general, pero en especial aquellos sectores afectados por la no satisfacción de estos, podrían organizarse para fundar una «Organización por la Lucha de los Derechos Sociales», cuya finalidad primaria sea luchar por la implementación de políticas públicas destinadas a garantizar a todo ciudadano peruano una alimentación y vivienda adecuadas, y vigilar constantemente al gobierno para que este no desatienda las peticiones.

En corolario, el argumento de los derechos sociales es un discurso loable y sólido para peticionar reformas a la Constitución, pero no una nueva Constitución. No obstante y sin ánimos de contradicción, el riesgo de inscribir derechos imposibles que no son sino huera poesía constitucional que desprestigia a la Constitución; que diversos derechos sociales, como la alimentación y la vivienda, ya forman parte del sistema constitucional por efecto del bloque de constitucionalidad (id est, por la constitucionalización de la normativa y la jurisprudencia del derecho internacional de los derechos humanos); y que en lugar de rendir culto a las potestades configuradoras de la realidad social, política y económica del texto constitucional y sus reformas, debería hacerse hincapié en las instituciones de monitorización democrática y en la construcción de estructuras de sostén idóneas para luchar por la satisfacción de los derechos sociales en el país; son contraargumentos razonables para ser reacios a las propuestas de enmienda constitucional, y a fortiori la de una nueva Constitución.

3.4. Argumento de las disfuncionalidades políticas

A desemejanza de los precedentes razonamientos, este argumento focaliza su atención en uno de los engranajes de la dimensión orgánica de la Constitución, contemporáneamente denominada estatuto del poder.

El órgano legislativo, institución política de representación de la nación peruana por excelencia, ha sido objeto de una cohorte de críticas respecto a su diseño: el sistema unicameral, forma de organización -se sugiere- que habría alterado el equilibrio de poderes en favor del Congreso (convirtiéndolo en un factor para la inestabilidad política del Estado), y afectado la eficiencia de sus labores (al ser solo una cámara con ciento treinta miembros que aglutina la labor legislativa nacional del Estado).

La combinación de estos defectos con las protestas ciudadanas que sucedieron a la renuncia de Castillo ha popularizado la frase: ¡Que se vayan todos!; expresión que refleja la inconformidad de una parte de la ciudadanía peruana para con sus representantes, por ser estos antes defensores de intereses privados que el interés general.

Fue a partir de estas críticas: la instrumentación del Congreso para velar por beneficios particulares, incuria en el desempeño de sus competencias y la pérdida de la representatividad, que algunos ciudadanos proponen la restitución del sistema bicameral incorporando un Senado, lo que supondría retornar al bicameralismo.

Que el órgano legislativo sesione en cámara única (art. 90) en lugar de dos (hasta tres) ha sido objeto de debate público durante décadas; la oscilante historia constitucional peruana nos acusa en sus anales los siguientes datos: en 1823 el sistema fue unicameral; tricameral en 1826; bicameral en 1828, modelo que fue confirmado en 1834, 1837, 1839, 1856 y 1860; en 1867 se retorna a la estructura primigenia (unicameral) para ser sustituida por el bicameralismo en 1920, 1933 y 1979, y profesar finalmente una vez más el unicameralismo en 1993 (Cevallos, 2018). En suma, se verifica que la predilección constitucional fue el bicameralismo: en nueve oportunidades; en segundo lugar el unicameralismo (tres veces), y en último puesto el tricameralismo (solo una vez).

Con estos datos nos es permisible descartar al tricameralismo en lo que resta del análisis, por ser el sistema menos preferido y que no constituye tradición constitucional.

Ahora bien, ¿es necesario retomar el sistema bicameral? Si nos atenemos a los postulados del gobierno constitucional, la moción es razonable, porque una de las directrices fundamentales de este paradigma organizacional es el principio de la división de funciones; así lo estimó el profesor Segundo V. Linares Quintana (1958) al aseverar que es

[la] columna vertebral del esquema político republicano y el rasgo que mejor define al gobierno constitucional, el principio de la división del poder se mantiene en el curso de los tiempos y a través de las vicisitudes de la historia política de los pueblos, como el más firme baluarte de la libertad humana, de la que es tan inseparable como el día de la noche o el hombre de su sombra. (p. 359)

La separación de funciones más conocida es la horizontal o funcional (distribución de potestades en distintas entidades); pero también existe la vertical o territorial (distintas instancias gubernamentales). A esta doctrina, y debido a que nos centraremos en uno solo de los órganos de gobierno, es necesario complementarla con la teoría de los controles intraórganos, aquellos mecanismos de contención del poder que actúan dentro de un mismo órgano, y que a criterio del profesor Karl Loewenstein (1979): «Opera cuando dos cámaras de un parlamento […] están obligadas a cooperar en la promulgación de una ley» (p. 233).

Pero ¿son la atomización y el control efectivo interno de la rama legislativa los remedios institucionales adecuados a insuflar para revertir las ramificaciones del unicameralismo? Aduzcamos algunas razones:

  1. Bifurcar al Congreso favorecerá al equilibrio de poderes; porque el órgano legislativo, que fue arduamente criticado por su facultad de vacar al presidente, tendrá mayores espacios dialógicos y dialécticos antes de decidir la vacancia presidencial.

  2. Que existan dos cámaras ampliará la defensa del legislativo ante ataques externos o desenfrenos internos; ya que ante posibles arremetidas del jefe de Estado, estas podrán hermanarse para resistir, y en caso una de ellas sea favorable a las tropelías ejecutivas, la otra estará en la obligación de impelerla a reflexionar.

  3. El bicameralismo también propiciará la eficiencia y el debate en sus labores; en cuanto podrán distribuirse los trabajos de mejor forma y las leyes que versen sobre asuntos cruciales para el Estado tendrán mayor tiempo para meditar sus conveniencias y sus riesgos.

  4. Optimizará la función fiscalizadora; las tareas de supervisión podrán desenvolverse en distintas direcciones y momentos, por ejemplo, mientras el Senado se focaliza en la administración de los ministerios referentes a la economía y finanzas, de gobierno y defensa del Estado, los diputados (o el nombre que se prefiera) se centrarían en los ministerios restantes.

  5. Instituir una cámara (Senado) donde sus miembros deban tener mínimamente de treinta a treinta y cinco años para postular al cargo, y otra (diputados) donde se permita el acceso de personas de veinte a veinticinco años posibilitará que el ímpetu de la juventud y la circunspección de la adultez concurran a la función legislativa y fiscalizadora del Estado. Esto sin embargo no significa que no existan jóvenes con amplio conocimiento y madurez, y adultos con vigor de mozo, pero en su generalidad son excepciones a la regla, y convertir la excepción en regla es riesgoso en materia de derecho constitucional del poder; juzgamos además que las edades no deben ser parejas (como en el sistema constitucional boliviano, dieciocho años para ambas cámaras) en cuanto la cámara de senadores históricamente ha sido objeto de integración por parte de la adultez y la senectud con el propósito de formar una institución más propensa a la quietud.

Como estos podrían ser los beneficios -entre otros- de retornar al sistema bicameral, es comprensible que autores célebres, como el profesor Domingo García Belaunde (Centro de Noticias del Congreso, 2020), hayan abogado por el referido modelo ante la Comisión de Constitución y Reglamento del Congreso.

Sin la intención de menguar las ventajas de implementar un sistema bicameral, es menester señalar que la institución de dos cámaras no es suficiente para alcanzar mayores niveles de idoneidad funcional y por ende representatividad; el sistema político es complejo, modificar las normas constitucionales no es suficiente para producir cambios a corto plazo. En razón de ello, para una óptima función de las cámaras también será necesario reflexionar sobre el sistema de partidos, ya que nugatorias serán las modificaciones a la estructura del Congreso si el personal que se destine está sometido a la rigurosidad de las relaciones partidarias; parifiquemos lo referido: en caso el partido X se haga con una mayoría prominente en ambas cámaras en desmedro de los partidos Y y Z, en los hechos se habría retornado al sistema unicameral, porque los senadores no rebatirán los proyectos de los diputados por la fidelidad a sus correligionarios y viceversa; la situación se recrudece si el partido es caudillista, porque las cámaras podrían aprobar los excesos del Ejecutivo y no fiscalizar la administración de los ministerios para no contradecir o desacreditar los designios del señor presidente.

En el plano económico, el bicameralismo exigirá mayor presupuesto de las arcas del Estado, pero esta oposición es vacua si lo que se pretende es ajustar el sistema de gobierno para una mejor dinámica inter e intraórgano. El gobierno constitucional es gravoso para el patrimonio del Estado, pero los beneficios a granjear serán mayores y harán tolerable el gasto en caso el sistema funcione óptimamente.

En conclusión, al ser el sistema bicameral el modelo con mayor recepción en la historia y tradición constitucional peruana, el paradigma que mejor atiende los postulados del gobierno constitucional, y la forma de organización legislativa que podría vadear los inconvenientes del unicameralismo actual, las peticiones sobre este capítulo de derecho constitucional del poder son razonables para promover reformas a la Constitución, mas no una nueva Constitución.

4. ¿Es necesaria una nueva constitución?

Los razonamientos escudriñados (del progenitor inficionado, del sistema económico, de los derechos sociales, y el de las disfuncionalidades políticas) contienen argumentos razonables como infundados para promover una posible reforma constitucional, pero repelen la propuesta de una nueva Constitución.

La idea de adoptar una nueva norma suprema y fundamental no es de data reciente, pocos años después de la caída de Fujimori el propio Tribunal Constitucional (Exp. n.o 014-2003-AI/TC de 10 de diciembre) apoyaba esta pretensión:

Finalmente, creemos que la importancia que tendría la creación de una nueva Constitución, especialmente por la aún próxima vecindad con un periodo aciago para el imperio de la legalidad y la vigencia de los derechos fundamentales, adquiere cotas de trascendencia fundacional, aún más si se trata de la redacción de un texto que represente la simbólica liquidación de un pasado nefasto para la convivencia democrática, y que se estatuya como la plataforma institucional de una sociedad cuya autopercepción sea la de una Nación libre y justa, y cuya vocación sea la del progreso y bienestar.

Pero tampoco es una temática olvidada, incluso en 2023 aún pueden escucharse peticiones de nueva Constitución, algunas bastantes radicales, como la expresada por el expresidente de la Corte Suprema Duberlí Rodríguez:

Se tiene que hacer cosas simbólicas. ¿Se acuerdan que en la marcha de los Cuatros Suyos, en el año 2000, una de las cosas simbólicas era lavar la bandera? Pues ahora, además de lavar la bandera, hay que quemar la Constitución de 1993. (Willax, 2023, párr. 3)

Sin perjuicio de la opinión del máximo intérprete de la Constitución y las vertidas por personajes tendientes a la piromanía, un buen porcentaje de las peticiones para una nueva Constitución pueden satisfacerse con una reforma parcial e incluso sin ella. Verbigracia, una de las recurrentes críticas a la Constitución de 1993 fue haber sido adoptada bajo el régimen dictatorial de Fujimori, pero por Ley n.o 27600 la firma de este personaje fue raída del documento fundamental; otro reproche es la suscripción de contratos-ley insusceptibles de modificación por leyes posteriores, pero si la aversión por este instituto contractual es tan alta basta con suprimir el segundo párrafo del art. 62; prosigamos, algunos derechos sociales, como el derecho a la alimentación y vivienda, no están insertos explícitamente, lo que ha promovido una crítica por omisión y develado la ignorancia sobre el sistema constitucional peruano, ya que dichos derechos están previstos en instrumentos internacionales de derechos humanos constitucionalizados y la jurisprudencia constitucional, pero, de no estar conformes, la reforma podría adherir estos dos derechos al texto en el capítulo II del título I de la Constitución: De los derechos sociales y económicos; de pretenderse restituir el bicameralismo y enmendar otras cuestiones atingentes a la rama legislativa, los capítulos que se deberán reformar serán los capítulos I-III del título IV: De la estructura del Estado, que comprenden los artículos 90-109.

Por tanto, dado que el sistema constitucional puede requerir determinados ajustes y que no es imprescindible experimentar un proceso de innovación constitucional, estimamos que el Congreso podría formular (a partir de un amplio y letrado diálogo) un paquete de reformas constitucionales conforme a los procedimientos vigentes para la enmienda de la Constitución, id est, no es menester convocar a un organismo extraordinario (Asamblea Constituyente o Convención Constitucional) para que redacte una nueva Constitución para implementar las demandas descritas.

En caso se opte por emprender un proceso de reforma con mayores proyecciones, consideramos pertinente que los gobernantes y los gobernados extrapolen las palabras de Óscar Vega Camacho (2011) respecto al proceso constituyente boliviano, en aras de que maticen y reformen «únicamente lo necesario o lo suficiente para que el cambio sea ordenado e inteligible para el orden social y cultural existente» (p. 18).

La sugerencia es plausible, en especial si rememoramos las directivas constitucionales del profesor Alberdi (2017), las cuales deberían ser caviladas por todo constituyente y por la ciudadanía misma a fin de generar y aprobar un producto constitucional con longevidad inglesa y longevidad estadounidense (agregamos nosotros):

Hemos querido remediar los defectos de nuestras leyes patrias, revolcándolas y dando otras en su lugar; con lo cual nos hemos quedado de ordinario sin ninguna: porque una ley sin antigüedad no tiene sanción, no es ley.

Conservar la constitución es el secreto de tener constitución. ¿Tiene defectos, es incompleta? No la reemplacéis por otra nueva. La novedad de la ley es una falta que no se compensa por ninguna perfección; porque la novedad excluye el respeto y la costumbre, y una ley sin estas bases es un pedazo de papel, un trozo literario

[…]

Para no tener que retocar o innovar la constitución, reducidla a las cosas más fundamentales, a los hechos más esenciales del orden político. No comprendáis en ella disposiciones por su naturaleza transitorias, como las relativas a elecciones. (p. 214)

Atiéndase también la admonición del profesor Charles H. Pritchett (1965):

Es de suprema importancia que la Constitución conserve su brevedad y se limite a las disposiciones estructurales fundamentales y a la protección de las libertades básicas. Sería desastroso si llegase a convertirse, mediante la enmienda, en un vehículo por el cual los grupos de presión y los demagogos pudiesen imponer sus fórmulas secretas a la nación. (pp. 60-61)

En corolario, efectúense las reformas constitucionales necesarias y absténganse de implementar más de lo debido en el instrumento de gobierno de los peruanos de hoy y del porvenir, de tal modo que los ciudadanos de ahora la respeten y los del mañana veneren su herencia constitucional.

5. Conclusiones

La Constitución de 1993 es el instrumento rector de la vida constitucional peruana, que durante casi tres décadas ha logrado arribar a considerables niveles de estabilidad política, económica y jurídica para el Estado. No obstante dichos méritos, la consigna de «nueva Constitución» ha sido su sombra hasta nuestros días; dichas expresiones han cobrado vigor por su uso en algunas protestas ciudadanas tras el fallido golpe de Estado del ahora expresidente José Pedro Castillo Terrones, motivo por el que fue menester cavilar una vez más acerca de la pertinencia de emprender un proceso constituyente de envergadura.

Los discursos esgrimidos con mayor recurrencia para propiciar la redacción de una nueva Constitución son diversos: el argumento del progenitor inficionado (la paternidad de Fujimori); el argumento del sistema económico (integrado por las críticas al Estado subsidiario, los monopolios y los oligopolios, y los contratos-ley); el argumento de los derechos sociales (en particular los derechos a la alimentación y vivienda); y el argumento respecto a las disfuncionalidades políticas (como la cuestión de organización interna del Congreso). A pesar de que con base en el iter teórico y analítico trajinado se pudo aprobar que una parte de los razonamientos enrolados funden la necesidad de adoptar enmiendas, cuando estos son esgrimidos para configurar una nueva Constitución se traducen en meros arietes discursivos para guerrear a la Constitución de 1993, por cuanto no es imprescindible innovar constitucionalmente para satisfacer las exigencias enrostradas al sistema actual.

Al ser innecesario dotarse de un nuevo texto constitucional, las pretensiones -más exigencias- de reforma constitucional resultan impertinentes y exhiben las patologías constitucionales más frecuentes en nuestra región: fetichismo textual, revisionismo e innovación constitucional; enfermedades cuyo basal es la falsa convicción de que una nueva Constitución o enmiendas a esta modificarán la realidad sociopolítica con la celeridad del rey Midas.

Si las necesidades son apremiantes y si en verdad determinados artículos de la Constitución entorpecen o son perjudiciales para la dinámica del Estado, pero, además, si estos problemas no pueden ser corregidos mediante la labor interpretativa del Tribunal Constitucional, solo entonces sería razonable modificar el articulado fundamental. En resumen: si falta algo, adhiéraselo; si algo es dañino para el sistema, suprímaselo; si algo es insuficiente o requiere modulación, modifíqueselo; pero déjese en el pasado la idea de abolir o sustituir la Constitución por una nueva, porque no contribuye a otorgar longevidad constitucional a su contenido deóntico.

En corolario, ya que se habita en una democracia constitucional no es factible prohibir a los ciudadanos externar el pedido de una nueva Constitución; no obstante, así como se toleran dichos discursos, los detractores del actual sistema constitucional deben respetar el derecho a conservar la Constitución, de la ciudadanía que rechaza la idea de abolir la Constitución de 1993 y comprendió que una renovación constitucional dictada por una Asamblea Constituyente no es la panacea jurídica para las cuestiones que aquejan al Estado.


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Notas:

  1. Esta equivocación se suscitó por influjo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que promovió que las constituciones hispanoamericanas fundieran los conceptos de «derecho» y «garantía».

  2. El 21F es una sigla empleada por la ciudadanía boliviana para recordar el desconocimiento, por parte del Tribunal Constitucional Plurinacional, de los resultados del referéndum de 21 de febrero de 2016; de nuestra parte empleamos la sigla 21R para significar los veintiún días de protesta ciudadana que fueron necesarios para finiquitar el continuismo del expresidente Morales.

  3. La locución «estudio metatextual» -que implica la lectura e interpretación más allá del texto- es acuñada por nosotros en nuestra obra inédita Un estudio metatextual de la Constitución. A propósito de la tesis de la Constitución invisible.


Financiamiento: Autofinanciado.

Revisores del artículo:

Jorge Luis Roggero (Universidad de Buenos Aires, Argentina) jorgeroggero@derecho.uba.ar, https://orcid.org/0000-0003-4060-6958

José Felix Palomino Manchego (Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú) jpalominom@unmsm.edu.pe, https://orcid.org/0000-0003-1082-193X