Revista Oficial del Poder Judicial - ISSN: 2663-9130 (En línea)
Vol. 17, n.º 23, enero-junio, 2025, 249-286
DOI: https://doi.org/10.35292/ropj.v17i23.1116

¿Somos realmente culpables? Notas críticas a la teoría de la culpabilidad a la luz de la neurociencia

Are we truly guilty? Critical notes on the theory of culpability in light of neuroscience

Somos realmente culpados? Notas críticas sobre a teoria da culpa à luz da neurociência

Belén Constanza González Maldonado
Universidad de Los Lagos
(Osorno, Chile)
Contacto: constanza.gonza15@gmail.com
https://orcid.org/0009-0008-4846-509X

RESUMEN

El presente artículo busca, a través del estudio de la neurociencia, reexaminar el concepto de culpabilidad en el ámbito penal y su vigencia de acuerdo con los nuevos hallazgos neurocientíficos asociados principalmente a la toma de decisiones. Esto en torno a cuestionar la justificación del reproche reevaluando la teoría de la culpabilidad conjuntamente con estos nuevos conocimientos. Ello con el fin de analizar si su aplicación está realmente justificada, y si no lo está, considerar que la intervención actual del reproche penal no tiene fundamento suficiente. Al estudiar los mecanismos neuronales subyacentes a la toma de decisiones, se cuestiona la noción tradicional de libre albedrío y se abren nuevas perspectivas para repensar las bases del sistema penal comprendiendo que la acción delictiva no es resultado de una acción consciente.
Palabras clave: neurociencia; toma de decisiones; dimensión socioemocional; voluntad; acción; culpabilidad; crimen; reproche penal; responsabilidad; castigo.

ABSTRACT

This article seeks, through the study of neuroscience, to reexamine the concept of culpability in criminal law and its current validity in light of new neuroscientific findings, especially those related to decision-making. It questions the justification for blame, reevaluating the theory of culpability alongside these new insights. The goal is to assess whether its application is truly justified, and if not, to consider that the current intervention of criminal blame lacks sufficient grounds. By studying the neural mechanisms underlying decision-making, the traditional notion of free will is challenged, opening new perspectives for rethinking the foundations of the criminal justice system, based on the understanding that criminal actions may not be the result of conscious intent.
Key words: neuroscience; decision-making; socio-emotional dimension; will; action; culpability; crime; criminal blame; responsibility; punishment.

RESUMO

Este artigo busca, por meio do estudo da neurociência, reexaminar o conceito de culpa no campo criminal e sua validade de acordo com novas descobertas neurocientíficas associadas principalmente à tomada de decisões. Trata-se de questionar a justificativa da censura reavaliando a teoria da culpa junto com com estes novos conhecimentos. Com o objetivo de analisar se sua aplicação é realmente justificada e, se não for, para considerar que a atual intervenção de reprovação criminal não tem base suficiente. Ao estudar os mecanismos neurais subjacentes à tomada de decisões, a noção tradicional de livre arbítrio é questionada e novas perspectivas são abertas para repensar os fundamentos do sistema criminal, entendendo que a ação criminosa não é o resultado da ação consciente.
Palavras-chave: neurociência; tomada de decisão; dimensão socioemocional; vontade; ação; culpa; crime; reprovação criminal; responsabilidade; punição.

Recibido: 31/12/2024 Revisado: 10/2/2025
Aceptado: 5/6/2025 Publicado en línea: 15/7/2025

1. INTRODUCCIÓN

La neurociencia, al profundizar en el funcionamiento del cerebro humano, ofrece una nueva perspectiva para repensar los fundamentos del derecho penal. El estudio de los procesos psicológicos y biológicos subyacentes a la conducta criminal puede ser clave para redefinir los fundamentos tradicionales de la responsabilidad penal. En este sentido, algunos hallazgos neurocientíficos cuestionan los fundamentos de dicha responsabilidad, en la medida que la atribución de esta no considere, al menos de forma eficiente, los aspectos psicológicos y biológicos de la acción típica.

De acuerdo con la neurociencia, lo relativo a la toma de decisiones estaría compuesto e influenciado por una serie de factores, principalmente emocionales, afectivos y sociales, que superan al razonamiento lógico, racional y consciente (Abarca et al., 2022), dependiendo de los aprendizajes que el individuo haya adquirido tanto en experiencias tempranas como a lo largo de su vida adulta. En contraposición, las teorías que fundamentan el reproche penal han racionalizado la conducta antisocial al entenderla como voluntaria e ignorar la dimensión socioemocional del perpetrador. Por ello, atender adecuadamente los factores socioemocionales como esenciales en la comisión de delitos nos permite reevaluar las bases y los principios de las ideologías punitivas dominantes (Coppola, 2018).

Dicha relevancia nace del papel crucial que juegan las emociones y el entorno social en las vidas de las personas. Así, ellas forman parte intrínseca de las motivaciones que el individuo formule en sus conductas, mientras que el ámbito social en el que se desenvuelva es, a su vez, antecedente y refuerzo de las emociones aprendidas por el agente.

Dada la extensión limitada de este trabajo, los desafíos a los que busco hacer frente consisten en la falta de justificación en la aplicación de la pena como castigo desde la perspectiva del reproche de culpabilidad como expresión de concepciones retributivistas. Esta falta de justificación proviene esencialmente de las limitaciones que ideas racionalistas de la conducta humana han instaurado en una teoría general del derecho penal (Mañalich, 2007).

En este escenario, las visiones retributivistas han sido objeto de numerosas críticas por parte de las teorías abolicionistas, que enfatizan en el daño social causado por las actividades punitivas en general del sistema penal y, en especial, la prisión. Como contrapartida igualmente de estas concepciones, los avances en la neurociencia corroboran las críticas y abren la puerta a un nuevo enfoque, más centrado en la prevención y la rehabilitación, considerando los factores biológicos, psicológicos y sociales que influyen en el comportamiento criminal.

En este contexto, el objetivo de este artículo consiste en analizar si el reproche de culpabilidad está suficientemente justificado a la luz de los nuevos descubrimientos interdisciplinarios respecto al funcionamiento de la mente, en especial, la neurociencia, a fin de proponer nuevos desafíos a la teoría clásica del derecho penal. Para alcanzar este objetivo, el artículo evalúa el concepto de voluntariedad en la teoría del delito a la luz de los avances en neurociencia. Se hará especial énfasis en la noción de toma de decisiones como antecedente de la conducta disvaliosa, y la influencia de factores emocionales y sociales en el resultado de dicho proceso, es decir, la acción. A través de la revisión de literatura interdisciplinaria, se busca identificar las limitaciones del modelo tradicional de voluntariedad y explorar alternativas conceptuales que integren los aportes de la neurociencia y la psiquiatría, con el fin de proponer al delito como un problema de salud pública.

Para ello, la estructura de este artículo se divide en tres partes; la segunda sección consiste en una revisión de la literatura científica sobre la influencia de la dimensión socioemocional en la toma de decisiones del agente y en su resultado, la acción típica. Esta descripción permitirá determinar si la conducta delictiva responde a elementos volitivos (de acuerdo con el reproche de culpabilidad) o si, por el contrario, el aprendizaje socioemocional es determinante en la conducta. La sección tres indaga en las características del actual derecho penal y las limitaciones que diversas teorías han perpetuado en torno a la intencionalidad de la acción. Finalmente, en la sección cuatro se establece como propuesta un derecho penal de la salud.

Sobre este último punto, utilizaré el estudio epidemiológico de la violencia realizado por James Gilligan (2001), quien propone que la conducta violenta y antisocial debe ser entendida como un problema de salud pública y medicina preventiva, pues si el individuo actúa de forma irracional, es necesario analizar las causas subyacentes a fin de identificar los procesos socioemocionales que influyeron en la conducta.

La cuestión que aquí interesa permite explorar nuevos factores que sostengan la ineficacia del castigo como función resocializadora y, fundamentalmente, determinar si se justifica lo suficiente para su conservación. Ello en razón de que el reproche de culpabilidad realizado al perpetrador, y dados los aportes de la neurociencia sobre la toma de decisiones y la influencia de factores biológicos en el comportamiento, puede conducirnos a grandes cuestionamientos sobre la racionalización de la conducta.

2. DESAFÍOS DE LA NEUROCIENCIA: LA DIMENSIÓN SOCIOEMOCIONAL DEL AGENTE

Considerando que ciertos aspectos del procesamiento de las emociones son indispensables para la toma de decisiones del individuo (Damasio, 1996), la influencia de las emociones y el entorno social en la conducta humana plantean un desafío al concepto de libre albedrío que las teorías tradicionales han radicado sobre la conducta racional y voluntaria. Si bien los individuos poseen la capacidad de tomar decisiones, estas se encuentran inevitablemente condicionadas por experiencias previas y procesos emocionales. Es decir, las personas actúan en función de lo que han aprendido y experimentado, lo que limita la gama de opciones disponibles en un momento dado.

Sin embargo, esta influencia no implica una falta de agencia; los individuos siguen siendo responsables de sus actos. No obstante, esta responsabilidad debe ser evaluada a la luz de los factores psicológicos y sociales que influyen en la toma de decisiones. El modelo tradicional del derecho penal, que presupone un sujeto racional y plenamente consciente, resulta insuficiente para explicar la complejidad de la conducta humana. La neurociencia sugiere que las emociones desempeñan un papel fundamental en la toma de decisiones, y que en ciertos casos pueden llevar a conductas impulsivas o irracionales.

Sobre la referida noción de toma de decisiones, para el contexto de este artículo, es entendida como el proceso que nace de estados internos y/o externos del individuo, que este realiza tanto de manera consciente como inconsciente y que culmina en una acción típica. Pues bien, la acción, en este contexto, no puede ser entendida sin la influencia de factores socioemocionales que a su vez inciden en la toma de decisiones. Dado que la acción es el resultado de la toma de decisiones, ambos comparten similar naturaleza de compleja determinación. Por otra parte, la fructífera relación que se erige entre el puerto de la emoción y los canales de la acción nos permite visualizar de mejor manera las razones del porqué de la conducta disvaliosa. Dado que el objetivo de este artículo es esbozar que la conducta típica no es un arrebato de la irracionalidad, sino que, por el contrario, responde a cuestiones bien definidas y aprendidas por la persona, la relación que aquí se expone entre la emoción y la acción reafirma esta idea.

Ya sea que se considere que las creencias son antecedentes de la emoción, como señalan las teorías valorativas, o que, a la inversa, las emociones reafirman una creencia, es cierto que la emoción estimula a las personas a la acción (Frijda et al., 2000), por lo que las emociones constituyen el motor de esta. Por ello, sobre la idea de acción, en este trabajo me limitaré a aceptar la teoría dualista de Von Wright (2003), consistente en entenderlas como estados mentales que interactúan con las diversas funciones del sistema nervioso de la persona para expresarlo en cambios externos.

Respecto a la toma de decisiones, esta será vista desde dos dimensiones; una como fenómeno que hace alusión al procesamiento neurológico y racional, es decir, como estados internos del agente. Y una que responde a cuestiones más bien automáticas del procesamiento. Aquí nos referimos a todas aquellas acciones que, inconscientes, nacen de la falta de control inhibitorio. Nos referiremos a una u otra de acuerdo con el análisis propuesto en el momento.

Un primer paso para analizar si el reproche de culpabilidad está justificado o no consiste en dar las bases científicas que permitan probar la relevancia del estado psicológico del ser humano respecto a la conducta criminal, y cómo este a través de diversos procesos biológicos y psicológicos culmina en una actuación no consciente. Para ello, las investigaciones de la neurociencia y la psiquiatría han aportado amplia información referente a la importancia de los estados socioemocionales y cómo constituyen, en esencia, la razón subyacente a la comisión de un delito.

La toma de decisión que incide en el individuo para actuar contrario a los tipos penales, según la neurociencia, no necesariamente responde a procesos lineales y racionales. Al contrario de la predisposición racional que proponen los actuales sistemas penales, «existe amplia evidencia de que la TD (toma de decisiones) es un proceso compuesto e influido por aspectos emocionales, afectivos y sociales, que van más allá del razonamiento lógico y consciente» (Abarca et al., 2022, p. 182). De manera que estos procesos son tomados de acuerdo con diversos niveles de consciencia, reflexión y certeza. Teniendo como consecuencia que cualquier toma de decisión debe ser entendida como un proceso de desenlace del proceso integrativo de múltiples factores sensoriales, afectivos y contextuales.

En vista de que la acción disvaliosa responde a motivaciones que influyen de manera inconsciente, cabe responder ahora cuáles son esos factores influyentes de la conducta criminal. Como ya se adelantó, la esencia de la conducta humana tiene como base aprendizajes de elementos emocionales, afectivos y sociales. Para una mejor respuesta y análisis de las investigaciones que se han hecho al respecto, el desarrollo de este apartado hará hincapié en la importancia de la dimensión socioemocional y la estudiará separadamente.

2.1. Emociones en juego

En este apartado se reconstruirá lo que parte de la literatura de la neurociencia ha sostenido sobre el impacto de las emociones en el ser humano y en particular en su conducta. Con ello, el fin es proponer como desafío que el infractor de la norma penal no es el individuo racional que el derecho penal propone, sino —como ya se ha dicho— que su actuar está afecto a una serie de procesos psicológicos y biológicos que estimulan sus respuestas en el mundo material.

Dar una definición sobre qué es la emoción no es una tarea sencilla. Dada la complejidad del concepto y las numerosas teorías que se han construido en torno a ella, son diversas las aristas que permiten elaborar una definición respecto a un atributo u otro de la emoción. Por ello, voy a entender por emoción las temáticas sobre aquellas en las que se ha encontrado consenso en la extensa literatura respecto a este concepto; puede definirse como episodios que generan cambios fisiológicos, fenomenológicos, expresivos, mentales y conductuales comúnmente correlacionados entre sí, los cuales se asientan en las diversas redes neuronales del cerebro (Scarantino y De Sousa, 2021). Estos cambios conductuales son esencialmente entendidos como «inclinaciones a actuar» y sugieren que la influencia de las emociones será relevante, por tanto, para comprender la acción (Frijda et al., 2000).

Con la definición antes presentada, es posible delinear los primeros contornos de la emoción en el comportamiento del individuo; un papel adaptativo importante a nivel psicológico, esto es, modificando la atención y la conducta, y fisiológico a través de la organización de respuestas dirigidas al cuerpo en su totalidad (Levenson, 1999).

Dado que el objetivo aquí planteado no implica entregar respuestas concluyentes a las abundantes discusiones filosóficas y teóricas sobre los componentes específicos de la emoción, me limitaré a presentar brevemente las principales conceptualizaciones de ella; las emociones como función valorativa o evaluativa, como motivaciones de la conducta, como función adaptativa y, por último, como función reguladora de la conducta.

2.1.1. Teorías valorativas de la emoción

Una primera función de las emociones surge a propósito de las teorías valorativas. Sus autores sostienen que las emociones tienen una función de valoración respecto de los estímulos que reciben las personas desde el entorno. Así, las emociones actuarán asignando un determinad significado al evento, valorando y procesando la información recibida de él, para de este modo influenciar en la búsqueda de un comportamiento adecuado como respuesta a la información recibida (Coppola, 2018).

Lo anterior es consecuencia de entender la naturaleza de la emoción como un proceso que representa una abreviatura de un episodio emocional (Moors et al., 2013). Estos episodios, además, implican cambios en los diversos sistemas del organismo, y dirigen tanto la motivación de la conducta como el comportamiento. Uno de los principales aportes de esta teoría como desafío para el derecho penal consiste, por tanto, en el componente valorativo y evaluativo del entorno que realiza la persona a través de sus emociones; puesto que además de detectar y evaluar la importancia del entorno para su bienestar, genera diferentes episodios emocionales a nivel de la toma de decisiones, como la intensidad y la calidad de las respuestas corporales. Por consiguiente, las emociones resultarán de valoraciones o evaluaciones cognitivas de eventos que son significativos para el individuo.

2.1.2. Función motivacional

Una segunda función de las emociones se relaciona con la teoría de la motivación, convirtiéndose en motivadores tanto de reacciones inmediatas como de conductas futuras (LeDoux, 1999). En ella, sus autores señalan que, a partir de la respuesta generada de la evaluación de uno o varios estímulos externos, las emociones generan un estado motivacional en la persona tendiente a seleccionar respuestas y comportamientos apropiados a estos estímulos.

Por otra parte, estos estados motivacionales son entendidos como las causas internas que dirigen el comportamiento a la satisfacción de una meta (Scarantino y De Sousa, 2021).

Quienes han postulado este desarrollo sostienen que el problema fundamental que una teoría de las emociones debe explicar es la manera en que las emociones y las acciones se relacionan entre sí, pues será en esta última instancia donde se proyectarán las consecuencias producidas por los diversos estados emocionales. Así, sugieren que las emociones están asociadas con una tendencia a la acción (Coppola, 2018) e inclinan a la persona a realizar determinadas acciones luego de experimentar una emoción determinada, pues la acción será el resultado del desarrollo generado por los cambios en los estímulos del individuo provocados por la emoción (Deckers, 2018).

En consecuencia, la emoción actúa como señal que motiva un comportamiento en específico (p. ej., experimentar un estímulo negativo como el rechazo evoca tristeza o enojo, y una amenaza a la sobrevivencia o el bienestar de un individuo evoca miedo, y como resultado su accionar corresponderá a esa tristeza, enojo o miedo). De modo que la respuesta de la emoción a los eventos constituye un rol activo en la motivación de la conducta de los individuos. De esta forma, la función motivacional de las emociones permite seleccionar respuestas apropiadas al evento que proporciona el medio según la evaluación hecha por el individuo, la conducta antisocial es el resultado motivado por las emociones percibidas por el agente.

2.1.3. Función adaptativa

En tercer lugar, algunos autores proponen entender que las emociones son adaptativas (Levenson, 1999) y ayudan a las personas a organizar su comportamiento priorizando estas conductas, de manera que optimicen su comportamiento según las demandas sociales. Para esta teoría, las emociones no solo motivan a la persona a actuar de una determinada manera, sino que modulan las respuestas conductuales a fin de alinear eficazmente la toma de decisiones con las demandas y las oportunidades que ofrece el entorno (Coppola, 2018).

Conforme a esta función, las emociones, y en particular los sistemas que intervienen en el proceso emocional, disponen de la capacidad para procesar toda la información que entra (ya sea del entorno o de los estados internos del mismo individuo) de manera constante (Levenson, 1999). Así, en el proceso de evaluación se detectan aquellas situaciones «prototípicas», cuya tendencia es a responder de manera preestablecida en función de la supervivencia del individuo (como el miedo ante situaciones de supervivencia). Una vez que el sistema reconoce el flujo de información que entra, y percibe alguna situación prototípica, la emoción que se activará está compuesta por una serie de tendencias de respuestas que fueron evaluadas por el sistema con una alta probabilidad de resolver la situación específica con éxito y eficacia.

Con ello parece que la reinserción social será un sueño en tanto no considere el aprendizaje emocional del reincidente.

2.1.4. Función reguladora

Para Damasio (1996), las emociones tienen variadas funciones, no obstante, es inevitable inclinarse por la regulación del estado corporal. Lo anterior dado que, para él, el proceso de las emociones se traduce como resultado (de manera muy reduccionista) en los cambios corporales y de la conducta (Martínez-Selva et al., 2006). En estos cambios, las emociones juegan un papel fundamental en la comunicación de significados, es decir, mediante la conducta del individuo en el entorno, las emociones comunican la valoración o la evaluación realizada a los estímulos que este último le provee.

La manera en que Damasio explica la reacción específica del cuerpo del sujeto ante una emoción consiste, primeramente, en recibir la información del medio (percibir un estímulo o evento) para que a través de diversos sistemas biológicos se valore dicha información (función valorativa). Seguido de ello, a nivel neurobiológico se forman imágenes mentales del evento que se percibe, lo que produce como resultado un cambio en el estado físico.

En cualquier caso, existirán alteraciones en distintos niveles corporales, «funcionales viscerales (corazón, pulmones, piel y tripas), musculoesqueléticos (los que están unidos al hueso), y endocrino-glandulares» (Damasio, 1996, p. 159), que constituyen la esencia de las emociones.

Esta última función es de especial relevancia si el objetivo es atender a las diversas manifestaciones de la emoción en la toma de decisiones de perpetrador, pues pone de manifiesto que el resultado del proceso emocional de la persona tiene como antecedentes numerosos cambios en los sistemas neurales y biológicos del agente, los cuales repercuten a su vez en el proceso de toma de decisiones cuando el agente se enfrente a una situación entre vulnerar o respetar la norma penal.

Ahora, habiéndose examinado la relevancia de las emociones en la expresión de la conducta, surge la interrogante acerca del rol que desempeñan en la toma de decisiones individuales. Para abordarlo se realizará un breve análisis de algunos aspectos neurobiológicos que inciden en este proceso, para luego, en conjunto con la importancia de la dimensión social del individuo, avanzar hacia el siguiente título y responder, en definitiva, si sobre la base de lo expuesto el reproche de culpabilidad está o no justificado.

2.1.5. Algunos aspectos neurobiológicos

En neurociencia, el modelo biosistémico describe dos sistemas en la toma de decisiones (Abarca et al., 2022). El primer sistema, o «sistema central» (Levenson, 1999), opera automáticamente para resolver cuestiones esenciales para la supervivencia, procesando emociones mediante el sistema límbico. Por ejemplo, ante una amenaza como escuchar pasos en una calle peligrosa, la amígdala activa el miedo, lo que desencadena respuestas corporales y cognitivas que maximizan la sobrevivencia (Damasio, 1996). Este sistema, instintivo e involuntario, reacciona ante estímulos percibidos como peligrosos, aunque puede originar conductas desadaptativas si la amenaza se interpreta desde una dimensión socioemocional.

Procesa la información por alguno de sus componentes gatillando un estado corporal específico (de acuerdo con la información procesada) y, en consecuencia, altera el procesamiento cognitivo a fin de que se adecúe a la emoción escogida por él (Damasio, 1996).

De manera que algunas conductas antisociales, como los delitos violentos, nacen de esta reacción: si el estímulo amenaza la sobrevivencia en la dimensión socioemocional de la persona, podría desencadenar estados corporales que tiendan a neutralizar dicho estímulo pudiendo resultar en una conducta desadaptativa.

El segundo sistema, denominado «sistema de control» (Levenson, 1999) o «control inhibitorio» (Abarca et al., 2022), permite respuestas más racionales al bloquear impulsos emocionales, entendidos como las respuestas emocionales espontáneas, las desplaza para cuestiones de peligro inminente y sobrevivencia. En el ejemplo de la calle oscura, este sistema evaluaría la situación antes de actuar, lo que fomentaría una conducta adaptada.

En primera instancia, este sistema bloquea los impulsos afectivos permitiendo al individuo tomar decisiones de manera deliberativa y racional aún ante situaciones que el sistema considere hostiles o amenazantes. Aunque históricamente se le atribuyó una función puramente racional, la evidencia muestra que ambos sistemas están interconectados: regiones como la corteza orbitofrontal y el hipocampo participan tanto en procesos emocionales como racionales. Así lo explican los autores:

Por ejemplo, la corteza orbitofrontal, vinculada al procesamiento racional, es también relevante en el procesamiento emocional, mientras que el hipocampo, componente clave del sistema límbico y, por lo tanto, del procesamiento emocional, es crucial en la memoria. No existe una línea clara que separe las regiones cerebrales que subyacen a la emoción y a la cognición. (Abarca et al., 2022, p. 178)

De modo que ambos sistemas colaboran entre sí y no como entidades separadas.

Esta interacción se refleja en lo que las ciencias cognitivistas han denominado «sesgos cognitivos»: estos explican cómo las personas filtran y procesan la información para tomar decisiones a través de estrategias heurísticas o «atajos mentales», para simplificar decisiones complejas. Este atajo mental puede conducir a errores sistemáticos en el procesamiento de la información distorsionando los juicios y los razonamientos necesarios para la toma de decisiones. Un caso ilustrativo es el sesgo de confirmación, donde el sistema central recuerda información que respalda creencias previas, mientras el sistema de control busca nuevos datos para fortalecerlas (Abarca et al., 2022).

Lo anterior, señalan los autores, sucede dado que los sesgos cognitivos son el resultado de la transgresión de diversos principios de la racionalidad, entre los que destacan principalmente tres: (a) principio de dominancia, el cual señala que una persona debe elegir aquella opción que no fuere peor de todas las que se presentan, obteniendo el mejor resultado posible; (b) el principio de invariancia, este principio propone que independientemente de cómo se describa la información en el mundo, esta debe ser entendida siempre de la misma forma; y (c) el principio de costos hundidos, a través del cual se plantea que, dado que las decisiones tomadas en el presente afectarán al futuro, estas deben tomarse siempre considerando las consecuencias futuras.

Este último principio permite retomar la larga discusión en torno a la teoría de la disociación respecto al uso del castigo punitivo, pues la esencia de esta propone que el individuo hará una evaluación de los costos futuros. No obstante, considerando el uso de estos sesgos como una transgresión a la racionalidad, dada la simplificación de las operaciones mentales (es decir, como operaciones neuronales), la teoría de la disociación solo opera en un sentido supuesto e incierto. Sin embargo, esta discusión escapa del objetivo de este artículo, por lo que se propone como desafío para futuras discusiones.

2.2. Dimensión social

Como se adelantaba al principio de este apartado, para analizar si está justificado o no el reproche de culpabilidad, es necesario atender la influencia de la dimensión social en la toma de decisiones del individuo respecto de la conducta disvaliosa.

Dada la limitación de espacio para la investigación que aquí se propone, el análisis siguiente plantea una evaluación sobre cómo la dimensión social determina en gran parte la toma de decisiones: la forma en que ciertos estímulos externos o sociales generan un cambio en el organismo del individuo, para posteriormente vincularlos a la toma de decisión (la conducta observable).

El resultado del procesamiento biológico en la toma de decisiones, es decir, la conducta exteriorizada en el entorno, permitirá determinar a priori si la acción es la regulación emocional de un evento pasional y por lo tanto desadaptativa (en nuestro contexto entiéndase por tal la conducta atípica o delictiva). O bien, sujeta a la racionalidad y, por tanto, una conducta adaptativa (vale decir que los delitos de defensa propia pueden ser perfectamente racionales, pues la relación costo-beneficio es de naturaleza diversa). Ahondaremos más sobre este punto en el siguiente título.

El medio influirá en el organismo del individuo de diferentes maneras, principalmente a través de la estimulación de las terminales nerviosas. Desarrollaré brevemente este punto a fin de entender estos cambios como resultado de una conducta específica:

2.2.1. La recepción de la información o estímulo

Percibimos el mundo mediante órganos sensoriales, tradicionalmente categorizados en cinco sentidos (olfato, vista, audición, gusto y tacto), aunque existen otros igualmente relevantes que no abordaremos aquí.

Estos receptores captan señales del entorno y las convierten en impulsos procesados por el sistema nervioso, que almacena y elabora respuestas para adaptar al organismo a los cambios del medio.

En el caso del perpetrador, su entorno social influye directamente en su organismo. Los estímulos del contexto social, captados por los órganos sensoriales, son procesados y transmitidos a las cortezas cerebrales desde sus diferentes perspectivas.

Ahora, a mayor complejidad e incertidumbre del estímulo recibido, el perpetrador requerirá de mayores habilidades racionales (las que se desarrollan principalmente en el segundo sistema antes descrito) que le faciliten la disuasión de la conducta delictiva.

La condición señalada es igualmente importante sobre el grupo social más inmediato de la persona, de manera que su interacción genera diversas conexiones neuronales que guardan el aprendizaje para, a través de este, prever futuros resultados o escenarios durante la toma de decisiones. Este aprendizaje configura las tendencias que guiarán las acciones del individuo ante la percepción de emociones similares al estímulo original (Damasio, 1996).

Según Damasio, la capacidad para generar impulsos biológicos adaptativos que favorezcan la toma de decisiones racionales es menos probable si el entorno cultural es deficiente. Así, cuando el perpetrador enfrenta un desafío y necesita una respuesta racional inmediata, el control necesario para esta respuesta se encontrará ausente, lo que aumentará la probabilidad de actuar de manera involuntaria. Esta adaptación no solo se limita a respuestas inmediatas para la supervivencia (Onofre, 2019), sino que también incluye estrategias complejas para afrontar desafíos, influenciadas por las herramientas disponibles. Por lo tanto, este proceso también aplica a delitos que requieren planificación, como delitos económicos o secuestros.

Resulta fundamental considerar en esta hipótesis las experiencias tempranas y eventos que moldean la trayectoria vital del individuo. Estas experiencias tempranas se internalizan como información adaptativa, modulando la toma de decisiones racional posterior (Damasio, 1996).

Al respecto, cobra importancia la noción de ciclo vital, que se refiere a las diferentes etapas que una persona atraviesa desde que nace hasta que muere. Este concepto fue introducido por el psicoanalista Erik Erikson (1959), quien describe el desarrollo psicosocial en ocho distintas etapas a lo largo de la vida, las cuales deben resolverse a fin de un desarrollo saludable. El entorno social tendrá una significativa influencia sobre todas las etapas del ciclo vital, y conformará un fuerte componente sobre la construcción de estas etapas a través de las interacciones sociales, las que, por medio del aprendizaje, estructurarán la personalidad del individuo. Particularmente, las condiciones desadaptativas se verán incrementadas o desalentadas de acuerdo con las interacciones a las que se vea expuesta una persona.

Este proceso se desarrollará principalmente en torno al aprendizaje que el individuo ha experimentado a lo largo de su historia vital, el cual se sintoniza, en forma de imágenes mentales, con la circunstancia que el medio social propone (Damasio, 1996). Con todo lo anterior, aquello que no ha sido parte del proceso de aprendizaje del individuo durante su ciclo vital difícilmente será integrado en su conducta o, lo que para este contexto es más relevante, en el proceso de toma de decisiones para que este sea racional y voluntario, tal y como exige el sistema penal.

Ahora bien, ya expuesta la forma en que la dimensión social del perpetrador tiene influencia en su sistema biológico, queda evaluar sobre qué razones y de qué manera se exterioriza la conducta adaptativa o desadaptativa.

2.2.2. Perpetuar la razón perpetúa la irracionalidad

Esta modulación de la conducta no se limita a la acción observable, sino que impacta también en las cogniciones, las emociones y las motivaciones del individuo configurando un proceso dinámico y multifactorial que determina las elecciones realizadas.

Así, la conducta resultante será valorada por el medio como positiva o negativa dependiendo del impacto que esta genere sobre las acciones y los estados mentales de otros (Abarca et al., 2022). De manera concreta, la conducta resultante será valorada de acuerdo con el nivel de daño que genere dicha conducta en el medio.

Además, existe otro componente de naturaleza motivacional respecto de la toma de decisiones, el que está relacionado con el sistema de recompensa del perpetrador, donde sus acciones estarán motivadas hacia estados que asocien una mayor recompensa (inmediata o futura) sobre la valoración del medio hacia su conducta (Rilling et al., 2008).

Gilligan (2001) sostiene que las conductas violentas están motivadas principalmente por la sensación de humillación. A través de su experiencia con reclusos, observó que esta humillación, combinada con otras condiciones previas (la dimensión socioemocional, por ejemplo), desencadenaba conductas violentas, ya que el individuo buscaba reemplazar el sentimiento de humillación por orgullo infligiendo daño a otros. Así, «el propósito de la violencia es disminuir la intensidad de la humillación y reemplazarla tanto como sea posible con su opuesto, el orgullo» (Gilligan, 2001, p. 16). En este contexto, la disminución de la intensidad provocada por la humillación y reemplazada por el orgullo genera una recompensa inmediata en el autor.

El proceso de decisión sobre la adaptación al medio puede verse vulnerado por el mismo sentido de exigencia de las normas penales. Esto se explica en la búsqueda constante y perpetua del racionalismo inspirado en el libre albedrío. No quiero decir con esto que no exista tal, lo que se busca exhibir tiene que ver con la idea de castigo como medio disuasorio.

Como ya se ha expuesto, para la justicia penal la disminución de conductas delictivas será efectiva por la mera disuasión de una pena, evocando conductas racionales que evadan sus efectos. Por supuesto, esto es una ficción, como lo expuso en su estudio Gilligan (2001), ser castigado o humillado disminuye el grado de culpa, ya que la penitencia o inclusive los autocastigos mitigan el «sentimiento de pecado», pues, como lo manifestó Freud (1930), la culpa motiva la necesidad de castigo. De manera que el castigo incrementará las emociones vinculadas a la humillación y con ello su capacidad para sentir culpa por las acciones elegidas se verá disminuida. Lo que difícilmente refleja conductas que resulten de la razón.

3. CAMBIO DE PARADIGMA

El derecho penal, junto con los sistemas políticos y sociales, ha utilizado ideologías punitivas y juicios morales para tratar de comprender las conductas consideradas antisociales o irracionales. Sin embargo, los esfuerzos de los juristas penales no han profundizado en las causas subyacentes de la conducta criminal, lo que limita una comprensión fenomenológica del delito. En lugar de abordar las causas de la conducta delictiva, lo que tendería a una prevención efectiva de ellas (Gilligan, 2001), la justicia penal se ha centrado en castigar sin considerar las razones que motivan el delito, siguiendo la tradición del retributivismo (Bockmeyer, 2014). Esto ha llevado a una tradición punitiva que se enfoca más en la aplicación efectiva de la pena y la observancia de la ley penal que en la propia disuasión que ella pretende1.

Históricamente, la justificación del castigo se basa en dos principios: la retribución, que busca compensar el daño causado, y la disuasión, que intenta prevenir futuros delitos.

La retribución, por su parte, implica dos elementos: uno objetivo, que se refiere al daño causado, y el subjetivo, que se enfoca en la culpabilidad del autor y la consciencia con la que se comete el delito. Sin embargo, este enfoque no captura la complejidad de los factores que influyen en la conducta criminal, como las emociones, el entorno social y el proceso de toma de decisiones.

Ahora bien, aun cuando este artículo es un esfuerzo por exponer esta idea de «voluntariedad superficial» y, por tanto, inclinarnos por el elemento subjetivo del retributivismo, es menester referirse a la retribución basada en el daño como justificación de la pena si la pretensión consiste en descartar este reproche. Sobre la disuasión volveremos a propósito de la retribución objetiva.

3.1. Retribución objetiva, ¿es útil en la prevención del crimen?

La concepción del delito como daño, desde una perspectiva objetiva, ha llevado a ver el sistema penal como un mecanismo de control social (Houlsman, 1992), pero esta visión ha fomentado la sobrecriminalización y la expansión del ámbito penal. Como resultado, las medidas punitivas, especialmente el encarcelamiento, se han multiplicado. Aunque la prisión se justifica por su efecto disuasorio y resocializador, en la práctica ha mostrado ser ineficaz para reducir la reincidencia y promover la reinserción social.

Reflejo de lo anterior es el aumento de población penitenciaria; en Chile la tasa de reclusos es de 266 por cada 100 000 residentes, y se posiciona como el segundo país de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) con la mayor tasa, es superado por Estados Unidos con 710 reclusos por cada 100 000 habitantes, seguido por Estonia con 238 reclusos (Walmsley, 2016). Cifras que se suman al continuo crecimiento de la población carcelaria y al hacinamiento en estos centros. Lo anterior nos permite al menos cuestionar que el encarcelamiento funcione como medio disuasivo de la conducta criminal.

La disuasión de la conducta delictiva ha justificado (en cierta parte) la aplicación del castigo a través de la capacidad del perpetrador para determinar la futura sanción. De manera que, para evitar el delito, se busca que el castigo sea tan grande que la persona decida no realizar la acción típica, pues no merece el costo. El castigo debe ser mucho más grande que aquello que la persona podría ganar con el delito, disuadiéndose de cometerlo (Coppola, 2018).

El paradigma de la sanción penal centrado en el daño objetivo considera al delincuente como un agente racional y calculador, capaz de evaluar las consecuencias de sus actos. Sin embargo, esta concepción resulta insuficiente al momento de explicar la complejidad de los procesos socioemocionales.

Investigaciones han demostrado que los costos del encarcelamiento conllevan consecuencias físicas y sociales que impiden concretar el fin resocializador de la pena de las teorías de prevención especial, dado que el aislamiento social y cultural influyen drásticamente en el deterioro de la identidad del sujeto. Esto es así dado que la sanción, tal y como se aplica hoy, es una amenaza para la dimensión social del individuo (considerando los factores antes analizados), elemento fundamental en la construcción de la personalidad individual del sujeto. James Gilligan (2001) subraya que «la muerte de la cultura propia de uno es equivalente a la muerte del sí mismo de uno» (p. 8).

Lo anterior constituye una respuesta a la naturaleza social del ser humano, para la cual la cultura (entendida por ella las diversas formas de relación, comunidad, crianza y educación) depende tanto o igual como dependemos de otros elementos físicos. Por lo que, señala el autor, los estímulos que se perciban como amenaza a la integridad y la sobrevivencia de la cultura serán también una amenaza a la integridad y la sobrevivencia de la identidad del sujeto.

También se refirió a esta pérdida en la identidad cultural Sutherland (1939): «la razón esencial por la que las personas se convierten en delincuentes es que han sido aisladas de la cultura del grupo respetuoso con la ley o bien han estado en contacto con una cultura delictiva rival» (p. 539). Así, parece concluir con sentido la deducción del mismo autor al señalar que «la criminalidad, que es el producto de este aislamiento de la cultura, no se supere con más aislamiento» (p. 595).

En la misma línea, Drago et al. (2009) analizaron empíricamente «el impacto de las condiciones penitenciarias en el comportamiento delictivo futuro» (p. 2) revisando los efectos de haber estado en tratamiento penitenciario. Particularmente, obtuvieron resultados de cómo las condiciones de encarcelamiento influyen en la reincidencia, de los cuales concluyeron que no se reduce el porcentaje de reincidencia con las medidas penitenciarias duras y que, por el contrario, el someter a un sujeto a condiciones penitenciarias aumenta el desarrollo de la actividad delictual luego de obtener su libertad.

El modelo de retribución objetiva, basado en una visión moralista de la conducta y su castigo, ha quedado obsoleto. Este enfoque ha generado altos índices de criminalización, sobrepoblación carcelaria y altas tasas de reincidencia, sin lograr reducir la violencia ni la actividad delictiva. Esto demuestra la necesidad de cambiar el paradigma del «merecimiento del castigo», de un enfoque moral y legal a una comprensión más profunda del proceso de toma de decisiones delictivas.

3.2. Retribución subjetiva

La sanción punitiva en sentido subjetivo ha sido sustentada en la atribución de la culpa como un reproche a quien no ha ajustado su actuar a las normas penales. Para ello señala Coppola (2018) que es esencial la «premisa de culpabilidad moral», pues toda actividad antisocial es cometida de manera libre, con el conocimiento suficiente y adecuado de las consecuencias que conlleva la naturaleza de la conducta delictiva. De esta manera, el castigo se impone como consecuencia necesaria, primero del actuar incorrecto del individuo y, segundo, del actuar conscientemente erróneo de este.

Dado que el individuo actúa como agente racional (entiéndase por conducta racional aquella que se adapta al medio y las exigencias de la norma penal, motivada por el pleno dominio de su capacidad decisoria), el reproche de culpabilidad se impondrá como elemento legitimador de la sanción. Enviando al mismo tiempo un mensaje que provoque el temor en la sociedad a fin de amedrentarla y que sus individuos se abstengan de cometer un delito. El sistema supone que excluirlos y someterlos a duras condiciones los inducirá a comprender su mala conducta y, en consecuencia, calcular costos y beneficios de la conducta delictiva versus el perjuicio que les ocasionará la imposición de la sanción. Se abstendrán, por tanto, de volver a delinquir, lo cual generará una especie de neutralización de las «malas personas» (Coppola, 2018).

Considerando que la dimensión socioemocional de la persona constituye el antecedente inevitable de la acción disvaliosa, la voluntariedad de la acción ve disminuida su aplicación. Serán estos factores socioemocionales los que, a través del proceso de toma de decisiones, influirán en el individuo para actuar de modo dañoso independientemente de las reglas sociales, pues todo su sistema trabaja para producir como resultado esa acción en el mundo. De manera que los presupuestos que se construyen actualmente en torno a la consciencia de ilicitud no son suficientes para determinar que la acción típica fuese en realidad voluntaria.

Si la persona actúa bajo la influencia de complejos procesos internos que, a la vez, validan su actuar, será difícil que de manera consciente reconozca el daño causado.

3.2.1. Humillación y orgullo: causas de un delito superficialmente voluntario

Si bien hacer un análisis de todo el catálogo de delitos consiste en un esfuerzo que supera con creces la intención de este artículo, es trascendental señalar que las conductas que aquí se proponen son principalmente todas aquellas que traen aparejadas consigo algún acto de violencia, ya sea física, psicológica o conductual en general. No obstante, un desarrollo más exhaustivo de la información aquí expuesta permitiría aplicarla a delitos económicos o delitos que suponen una mayor planificación.

Ahora, y respecto a la violencia: ¿es en esencia siempre reactiva? No necesariamente, cómo se verá, existen conductas violentas perfectamente planificadas y organizadas (p. ej., el crimen organizado en bandas criminales), cuya violencia «voluntaria» integra también la hipótesis que aquí se plantea. Es decir, aun cuando la planificación comúnmente ha sido entendida por el reproche como sinónimo de voluntaria, esto es solo de manera superficial. Fuera de los casos de psicopatía, sociopatía o casos de inimputabilidad (respecto de los cuales se puede hablar incluso de un daño o falta de desarrollo neurológico), estas acciones violentas, planificadas o no, responden a influencias emocionales aprendidas principalmente de un contexto o dimensión social. Sobre ello, los aprendizajes de la persona en torno a estas conductas son considerados «correctos», pero no debe olvidarse que ello está influenciado por componentes que actúan a nivel biológico o patológico.

Un intento por demostrar empíricamente que la principal motivación de la violencia se relaciona con una profunda pérdida en la autoestima del individuo, gatillada a su vez por emociones vinculadas a la humillación, es el estudio ampliamente citado de J. Gilligan (2001). De ahí que el actuar violento es una respuesta que pretende disminuir la humillación y, por supuesto, reemplazarla tanto como sea posible por el orgullo. Para la persona cuyo entorno social implicó un largo régimen de desprecio y desdén, la toma de decisiones estará motivada por buscar situaciones que le inspiren respeto instantáneo respondiendo a los eventos del mundo a través de actos violentos (p. ej., un integrante de una banda criminal apunta a la cabeza de otra persona con una pistola, sentirá el respeto que le inspira a la víctima dado el miedo de tener su vida en las manos del autor).

La teoría para la violencia que desarrolla el autor nos otorga un enfoque muy acertado a la discusión que aquí se propone. Para él las instituciones han estructurado todo el sistema penal en torno a la teoría que denomina del «auto-interés racional» (p. 6): ella asume que el individuo que actúa de manera violenta lo hace sobre una base de autointerés racional y sentido común. Esto quiere decir que quien actuare de manera contraria a la norma penal tiene los intereses de cualquier ciudadano; no quiere ser víctima de violencia física o psicológica ni tampoco ir a la cárcel, por lo que todo lo necesario para prevenir la violencia consiste en una amenaza de castigo —principalmente de encarcelamiento— a todo aquel que cometa dichos actos. No obstante, esa construcción sistemática se basa fundamentalmente en cuatro errores, de los cuales señala que el sistema es «totalmente incorrecto, irremediablemente ingenuo, peligrosamente engañoso y basado en la completa y total ignorancia de cómo es realmente la gente violenta» (Gilligan, 2001, pp. 6-7).

Todo lo anterior en atención a que los recursos no han sido debidamente aplicados, lo cual no implica que no se utilice la fuerza cuando medios preventivos no funcionen, sino que la razón por la cual ellos no funcionan es precisamente por no apuntar a las condiciones que, en primer lugar, gatillaron el actuar dañoso.

4. LA CULPABILIDAD EN JUEGO

Habiendo analizado extensamente los fundamentos de la neurociencia respecto a la conducta humana, su voluntad y su exteriorización, así como los presupuestos para la imposición de la pena, corresponde referirnos a la teoría de la culpabilidad.

Tradicionalmente se ha entendido a la culpabilidad como el reproche del hecho típico y antijurídico realizado a quien pudiendo obrar de manera diversa opta por la conducta prohibida (Politoff et al., 2003). Esta definición plantea la acción ilícita a modo de consecuencia de la voluntad y la libertad moral del perpetrador, al ser este quien de manera racional elige la conducta reprochable. No obstante, la culpabilidad material ha sido históricamente objeto de controversia y análisis dados los diversos aspectos y conceptos que de ella emergen. Así, Bacigalupo (1999) define la culpabilidad de manera más objetiva como «el conjunto de condiciones que determinan que el actor de una acción típica, antijurídica y atribuible, sea criminalmente responsable de la misma» (p. 413).

De modo que la acción culpable es aquella en la que el autor tiene el poder para responsabilizarse de ella a través de su capacidad de autogestión y el derecho penal puede reprocharle la conducta culpable. En palabras de Roxin (1997), quien cumpla los presupuestos que le hacen «responsable» de la acción típica y antijurídica se hace, desde la perspectiva del derecho penal, acreedor de una pena. Estos presupuestos consisten en la capacidad de culpabilidad del individuo (presupuesto de imputabilidad) y la ausencia de causas de exculpación. No me haré cargo en este artículo de las causas de exculpación, pues exceden de su propósito no obstante ser objeto de un estudio ulterior.

La culpabilidad del sujeto se imputa en la medida en que este realiza un injusto penal pudiendo motivar su conducta a la norma jurídico-penal a través de su capacidad de autocontrol, y puede serle psíquicamente asequible actuar conforme a derecho (Roxin, 1997). Desde el punto de vista de la neurociencia, es precisamente este último presupuesto el que se pone en tela de juicio y aquel en que consiste el objeto de análisis de este artículo.

Por tanto, conviene hacer algunas distinciones a fin de entender cuándo el hecho típico responde a una conducta voluntaria como resultado de la autodeterminación del sujeto, o si responde a impulsos (consecuencia) de la pasión sobre la base de una falta de control emocional. Para ello será necesario atender a la forma en que el individuo realice el procesamiento de la información percibida de los estímulos y si la toma de decisiones responde o no al razonamiento lógico.

Con ese fin clasificaremos la conducta en dos categorías posibles de resultado: una racional (procesada desde el sistema de control inhibitorio) y otra emocional (sistema central). Es importante recordar que esta distinción de sistemas no es separatista, pues aun cuando en primera instancia una conducta carezca de control, componentes de ambos sistemas intervienen en la misma conducta. Para este punto, su importancia radica fundamentalmente en dos cuestiones: por una parte, diferenciar la conducta ilícita no racional de la conducta inimputable. Para estos últimos la falta de control inhibitorio radica ya sea en la falta de desarrollo de la corteza prefrontal del cerebro (sistema de control) como en la subcortical (sistema central), o bien en una lesión neurológica. Luego, la aplicación de esto en un sistema penal basado en la salud pública y la medicina preventiva facilitaría el tratamiento, habida cuenta de que el actuar racional y consciente, como aquí se ha estudiado, consiste en mecanismos de razonamiento capaces de ser aprendidos.

La noción de una conducta «racional», tal como ya se mencionó anteriormente, refiere a aquella que se adapta al medio y las exigencias de la norma penal motivada por un dominio pleno en su capacidad decisoria (Damasio, 1996). Neurológicamente, el proceso ocurre de manera principal en la corteza prefrontal vinculada a componentes del sistema de control inhibitorio. Con todo, la acción que resulta lícita ante un estímulo que amenaza la supervivencia del proceso racional no es obstaculizada por la pasión (emoción). En otras palabras, la selección de opción de respuesta utiliza las emociones de acuerdo con sus funciones valorativa, motivacional, adaptativa y regulatoria según el estímulo (y la corriente teórica que se siga), mas no dejándose llevar por ellas.

Así, las acciones del individuo que domina esta capacidad decisoria se guían por los principios de una conducta racional, entre los que destaca el principio de dominancia. Este, junto al sistema límbico, entregará a la consciencia del individuo un catálogo de opción de respuestas basado en su propio aprendizaje vital, adaptando y regulando las respuestas corporales según la mejor opción analizada por el organismo para su propio beneficio. Ahora bien, de esta selección de respuesta, el individuo racional analiza la relación costo/beneficio considerando las consecuencias de cada opción proyectadas al futuro, pues las disposiciones de regulación innatas del organismo buscan asegurar la supervivencia de este (Damasio, 1996).

¿Es posible concluir que la conducta típica responde a estos principios de conducta? Estas primeras observaciones permitirían concluir que el hecho delictivo no constituye el resultado de una conducta voluntaria/racional.

Aún más, Roxin (1981) en su teoría ya adelantaba que la culpabilidad consiste en un concepto ficticio, toda vez que la «libertad de voluntad» a la que se refiere no existe o no se puede demostrar científicamente, por lo que no es posible, in praxis, demostrar que el autor del delito podía efectivamente actuar de un modo distinto a la conducta exigida. De manera que no es factible utilizar el concepto de culpabilidad si sus premisas son puramente abstractas, hecho por el cual si la pena es la respuesta de la conducta culpable, y dicha culpabilidad es indemostrable, solo cabe la supresión de la pena. Sin embargo, ante lo que podríamos señalar como una falta de rebeldía, una tesis que bien podría dejar sin fundamentos al derecho penal de la culpabilidad, Roxin argumenta la utilización de medidas preventivas como fin de la pena.

La conducta irracional que vulnera una norma penal es el resultado de un proceso incompleto o ineficiente del razonamiento lógico. Si bien los procesos y los componentes que interactúan antes, durante y después de la toma de decisiones son tan diversos que escapan de nuestro propósito, entender el hecho típico como el resultado de un proceso por lo menos incompleto del razonamiento voluntario es el primer paso para descartar al reproche de culpabilidad como elemento justificante del sistema penal. Así, la conducta denominada irracional difiere de su contraparte en los mecanismos de selección de respuesta adaptativa basados en sus estados motivacionales. En primer término, la conducta típica vulnera siempre el principio de dominancia, al entender que la acción ilícita nunca será la mejor opción posible, ya sea para el propio individuo como para la víctima, y tiene como principal consecuencia la imposición de una pena y la muy posible pérdida de su libertad.

Lo mismo ocurre respecto al análisis costo/beneficio, entendiendo que de la selección de respuestas posibles la conducta antisocial implica la respuesta con mayores costos y menores beneficios (fuera de la perspectiva de quien elige la conducta delictiva, pues, como consecuencia de la falta de herramientas socioemocionales, el infractor considera esta como aquella que implica menores costos y mayores beneficios). De modo que el análisis que realiza el individuo parece al menos insuficiente, sin permitirle elegir sobre la base de los principios de la racionalidad.

Debido a lo cual la acción típica como respuesta corporal atiende a mecanismos de supervivencia desarrollados ampliamente por el sistema subcortical o sistema central, sin considerar a los procesos de la lógica a nivel cortical prefrontal como sistema de control inhibitorio. Tal como ya se expuso al momento de analizar la dimensión social, las exigencias del entorno aprendido y actual serán determinantes para valorar la emoción y motivar una respuesta más o menos adaptativa al medio del estímulo, así como la respuesta corporal específica que se obtenga del mecanismo de razonamiento.

Ahora bien, el fundamento específico de la imputación subjetiva será diverso de acuerdo con la corriente o el autor que se estudie; no obstante, pareciera existir una convención en que el fundamento positivo consiste en al menos dos elementos: el dolo (el sujeto sabía y quería lo que hacía) y la culpa (imprudencia: el sujeto que no quería el hecho podía siquiera haberlo previsto y evitado) (Politoff et al., 2003). Estos, a su vez, admiten el reproche de culpabilidad solo si fuere atribuible al individuo la capacidad para autodeterminar en algún grado su conducta (Cury, 2004). Analicemos este punto.

4.1. Sobre la autodeterminación de la conducta

Respecto a la autodeterminación de la conducta, para Cury (2004), esta se refiere a la capacidad de darle algún sentido al comportamiento inhibiendo la pasión de aquellos hechos susceptibles de una pena. Sobre ello, las conductas pasionales que no infringen una norma no tienen mayor relevancia para el derecho penal, por lo que la autodeterminación apunta a la capacidad que tienen las personas para comprender, primero, que el hecho o acción es injusto, y segundo, que el individuo tiene la capacidad de dejarse determinar por la norma al ser dicho acto susceptible de una pena.

Al contrario de lo señalado por Cury, que entiende el fundamento del reproche en la libertad del autor para autodeterminarse ante la existencia de una norma penal, los conocimientos aportados por la neurociencia parecen refutar esta noción y, por tanto, el fundamento del reproche. Esta exigencia del derecho penal consiste en un completo desconocimiento de la compleja maquinaria humana, ignorando el conjunto de influencias internas y externas que subyacen en la comisión de un delito. La evidencia de Gilligan, al demostrar que los episodios de violencia de los reos en Estados Unidos se basan en cuestiones tan diversas como experiencias humillantes o pérdida de la identidad y responden a la búsqueda de su propio orgullo, es un claro ejemplo de lo expuesto anteriormente.

Así, de las funciones valorativas, adaptativas y motivacionales de la emoción, el individuo optará por la conducta más adecuada a su propio estado interno, el cual indudablemente tiene mayor peso que la norma penal (al menos para el infractor). Considerando que estas funciones llevan a la persona a un estado de mayor éxito de acuerdo con su propia dimensión socioemocional, su autodeterminación no se construirá en torno al tipo penal, sino a sus propias motivaciones emocionales, o inclusive estados motivacionales de su rol en la sociedad.

4.2. Elementos subjetivos

Dado que una reinterpretación sobre los elementos subjetivos de la imputación de la responsabilidad penal excede las pretensiones y los límites de este artículo, no obstante ser importante para un análisis posterior que distinga su posible aplicación, cabe decir qué papel juegan dichos elementos en el estudio aquí propuesto y definir los pasos a seguir para una futura investigación más extensa.

El reproche en derecho penal se centra en los actos contrarios a la norma, no en la identidad o la forma de vida del individuo. La intención del derecho penal es evaluar si la conducta fue previsible o deseada por el autor y si pudo haber actuado de manera diferente. En este sentido, se estudia la acción en función del resultado y si fue querido o previsto por el autor.

Sin embargo, según lo estudiado, para determinar si la conducta es efectivamente voluntaria o no, la acción como resultado solo entrega información superficial de una voluntariedad falsa. Para entender si la conducta nace desde la voluntariedad del sujeto, será necesario atender a la dimensión socioemocional que influye en la toma de decisiones del autor como resultado de un proceso mayormente inconsciente, lo que, dadas las limitaciones de los tribunales humanos, solo será posible desde una perspectiva de salud pública y medicina preventiva. Y si la conducta efectivamente fue querida y prevista por el autor, un tratamiento desde la medicina preventiva permitirá abordar las causas que lo llevaron a buscar tal resultado.

4.2.1. Sobre el dolo y una consciencia superficial

La conducta propiamente dolosa —sin otras distinciones—, de acuerdo con lo estudiado por la neurociencia, es psicológicamente involuntaria. En principio, sobre el elemento intelectual no hay mayores reparos, por cuanto la conducta a juzgar refiere el conocimiento de la persona sobre los hechos comunes incorporados en la norma penal (elementos esenciales del tipo), entendiendo que su acción es susceptible de una pena. De manera que el sujeto comprende que la conducta exteriorizada genera un daño efectivo, no obstante, lo que aquí se discute es si la acción que genera el daño tiene realmente un elemento volitivo según la neurociencia.

Puesto que la acción nace de la valoración de un estímulo evaluado a propósito de diversas emociones y aprendizajes vitales, es esencial para la toma de decisiones contar con herramientas para el razonamiento lógico antes descrito, dependiendo de la disponibilidad de opciones de acción y resultados (Bechara et al., 2000). De lo contrario, la influencia a un estado de supervivencia del organismo procesado por el sistema central generaría, a través de pulsaciones biológicas y las mismas emociones, un influjo «negativo» de información a la base corporal (Damasio, 1996) e impediría los mecanismos de control propios de la precorteza. En este escenario, la voluntad expuesta por la doctrina supone una consciencia «superficial» basada en las creencias y las valoraciones de los estímulos sociales a propósito de sus propios aprendizajes en el ciclo vital.

Dicho esto, el análisis del dolo sobrevive únicamente respecto de su análisis cognoscitivo, es decir, para evaluar si efectivamente hay un delito atribuible a un autor específico. Además, si el tratamiento consiste en una cuestión de salud y medicina preventiva, un análisis volitivo respecto a la intención radicada en la «voluntariedad superficial» del autor no tiene mayor relevancia para este tipo de estructura del derecho penal; ya que lo que cobra relevancia no es el móvil del delito, sino las motivaciones intrínsecas del autor derivadas de todos los procesos mencionados en esta investigación.

4.3. El delito entendido como un problema de la salud pública

Entender al delito como un problema de salud pública es algo que James Gilligan (2001) ya adelanta en su teoría para la violencia al estudiar este fenómeno. Él propone que la mejor manera de explicar sus causas y cómo prevenirlo es tratarlo como un problema de salud pública y medicina preventiva. Esto al entender el delito como un síntoma de una patología que amenaza la vida, que al igual que las enfermedades tiene una etiología o una causa. Para ello propone una serie de análisis, ejemplos e investigaciones empíricas desarrolladas en función de su estadía en distintas prisiones de mínima y máxima seguridad. Un primer análisis comparativo permite situar a la violencia desde el punto de vista patológico, definiendo los conceptos de (a) enfermedad, (b) salud y, por último, (c) violencia.

Gilligan define la enfermedad en términos generales, de modo que la violencia pueda ser entendida como cualquier fuerza o proceso dentro de un organismo o especie que tienda a causar su muerte, especialmente, su extinción. Luego, define la salud como su contraparte al señalar que son fuerzas o procesos en el interior de los organismos o las especies que tienden a proteger y preservar la vida individual y colectiva. Finalmente, como consecuencias de ambos procesos se refiere a la violencia como el acto en que el ser humano inflige daños físicos a otros o a sí mismo, amenazando la vida, mutilando o incapacitando, y aquí está lo relevante, con independencia de si dicha causa es deliberada, intencional, por distracción o descuido en la seguridad de uno mismo y de otros.

Por supuesto, el tratamiento que deba ofrecerse a la conducta disvaliosa será completamente fuera de los conceptos tradicionales de castigo. Ello ya que desde una perspectiva de salud, los actos delictivos son causados por la conducta y la toma de decisiones humana, esto es, por la mente o psique (Gilligan, 2001). Al emplear estos términos en la prevención del delito, se hace literalmente entendiendo que estas acciones, nacidas de fuerzas sociales y psicológicas, son igualmente dañinas y crean dolor biológico, psicológico, incapacidades, etc., como cualquier mal o padecimiento.

Dado que la violencia, en los términos antes definida, es consecuencia de un acto de la persona, mas no natural, y emanado principalmente del proceso de la toma de decisiones del infractor, es que puede ser entendida como un síntoma de una psicopatología. Ante ello, la solución será atender en primer término estos síntomas, al prevenir las condiciones socioemocionales que causan la acción típica.

Ahora, tanto el estudio de Gilligan como los actuales descubrimientos en neurociencia nos permiten concluir que un derecho penal de la salud comprende la mejor respuesta a la conducta lesiva. El delito no es la conducta racional que el sistema pretende e incluso los mismos infractores a la norma; es el resultado de un proceso complejo e inconsciente del individuo, que no responde a los principios de la racionalidad. Por el contrario, es la respuesta a un conjunto de condiciones y motivos tanto irracionales como inconscientes, los cuales pueden ser estudiados y por tanto identificados.

5. CONCLUSIONES

Cabe preguntarnos ahora: ¿está justificada la aplicación del reproche de culpabilidad con las investigaciones aquí expuestas? Sin lugar a duda, la neurociencia concuerda en que el proceso de toma de decisiones, en este caso, como resultado de una acción típica, generalmente, no es la consecuencia de un proceso consciente-voluntario. A este le influyen una variedad de componentes e información procesada que no siempre el individuo es capaz de percibir de manera consciente.

Sobre estos vimos ampliamente, en función del estudio de la neurociencia, cómo la emoción juega un rol fundamental en la modulación de la conducta, la cual dada la variedad de procesos y componentes que influyen en ella no siempre es el resultado de la toma de decisiones de manera voluntaria. Las emociones, como estados mentales centrales para el razonamiento lógico y la construcción de la moralidad individual, condicionan en gran parte el comportamiento que las personas exteriorizan en el medio. Por otra parte, la dimensión social, sobre la que se construyen en gran medida los estímulos que originan una conducta típica, no solo aporta la información necesaria para el aprendizaje vital, sino que genera cambios biológicos en el individuo. De manera que un entorno hostil para el perpetrador (esto incluye la prisión) seguirá condicionando su toma de decisiones a actuar delictivamente.

Por ende, el comportamiento delictivo no es una acción superficial que la persona persiga de manera voluntaria, al contrario, es el resultado de una conducta irracional condicionada por diversos impulsos psicológicos que se exteriorizan en la conducta del autor. De lo expuesto por la neurociencia, parece que el derecho penal quedó varias décadas atrás en su razonamiento. Es amplia la evidencia que permite sostener que la conducta no responde a eventos puramente racionales, sino que, en cambio, la toma de decisiones consiste en un proceso complejo influenciado por las diversas dimensiones de la persona.

A la pregunta específica cabe hacer un análisis mucho más extensivo que permita incluir la diversidad de casos que se materializan, así como reinterpretar a cabalidad la teoría de la culpabilidad y sus variadas consideraciones, queda abierta la puerta para nuevas investigaciones que incorporen igualmente la narrativa actual de los investigadores del derecho sobre este punto.

Aun así, de este primer esfuerzo se extrae que la conducta que vulnera la norma penal no responde por los principios de la racionalidad, y la voluntariedad de esta es, por lo menos, cuestionable, objetando la esencia del reproche, el cual supone que la conducta sí es voluntaria. Por otra parte, si bien no todas las acciones son involuntarias o responden a procesos irracionales, la acción típica responde a procesos de razonamiento que resultan incompletos.

Por lo que, para esta investigadora, el reproche no está realmente justificado, y su aplicación en la actualidad no es justa, lo que abre un camino a los investigadores del derecho, legisladores y grandes pensadores, a buscar nuevas formas de entender el delito. Aquí se expone la teoría construida por James Gilligan, quien propone tratar a la violencia como un problema de salud. Resulta acertada dado que, al igual como él pudo prever, el delito, entendido fenomenológicamente, nace de una serie de componentes psicológicos, emocionales y sociales que vulneran la vida, tanto del perpetrador como de las víctimas.

El derecho penal, en su búsqueda por regular la conducta humana, debe tener en cuenta cada vez más los avances de la neurociencia y, en general, de las diversas disciplinas que permitan un desarrollo integral de la ciencia penal, considerando las graves consecuencias que implican en la vida de una persona. Comprender los mecanismos biológicos que influyen en la toma de decisiones y el comportamiento delictivo es fundamental para garantizar que las sanciones penales sean justas y efectivas.

NOTAS

1 Haré brevemente una distinción referente a la pena, en cuanto a las medidas de seguridad relacionadas con la necesidad de prevención especial y general. Sobre ellas, juristas como Claus Roxin y Günther Jakobs han elaborado amplias teorías dirigidas a resolver los vacíos del retribucionismo. No obstante, los fundamentos de las teorías preventivas [orientadas —como lo señalaría Roxin (2008)— a limitar la responsabilidad y determinar finalmente la magnitud de la pena o medida, teniendo como límite último el grado de culpabilidad del autor] responden a los efectos sociales de la pena o medida, ya sea sobre el individuo (prevención especial) o sobre la población (prevención general) a fin de evitar el delito, mas no responden a la concepción fenomenológica de este. En su vasta investigación, Roxin prevé que la culpabilidad no es suficiente por sí misma para justificar la imposición de la pena, y delimita el concepto a su función limitadora del poder estatal e incorpora, en consecuencia, el concepto de responsabilidad para determinar la magnitud de la pena de acuerdo con teorías preventivas. Ahora bien, en la teoría de Roxin, la falta de necesidad de prevención (especial o general), así como la falta de motivación por la norma, permite que se resuelva adecuadamente la cuestión sobre la renuncia a las sanciones jurídico-penales independiente de la capacidad del autor para actuar de otro modo, por lo que la autodeterminación del sujeto resulta del todo irrelevante. Con esto, Roxin (1976) señala que la discusión sobre el libre albedrío carece de importancia, toda vez que los hechos sociopsicológicos penetran directamente dentro de los componentes preventivo generales de la responsabilidad. Sin embargo, Roxin solo se refiere a los casos de exclusión de culpabilidad o, lo que es igual, de responsabilidad. Dejando de lado los casos en que el autor resulta efectivamente acusado por el juicio de culpabilidad, en los cuales la aplicación de medidas de seguridad resultase del mismo modo que la pena, ineficaz e injustificada, tal como se expone a lo largo del artículo. Por otra parte, Jakobs (y en un sentido similar a Roxin) se refiere a la culpabilidad desde las necesidades preventivas y, en particular, reconducida a la prevención general. Sin embargo, este autor realiza un análisis normativista en el cual el individuo será culpable en la medida que exista una falta de fidelidad con el ordenamiento jurídico desde una perspectiva objetiva-social, esto es, por la infracción de la norma jurídico-penal desde el rol del individuo en sociedad, considerando que el principio de culpabilidad se encuentra fundamentado por sus fines sociales (Jakobs, 2004). Más allá de las críticas que puedan existir a la culpabilidad funcional de Jakobs, desde la perspectiva de la neurociencia se presenta el conflicto toda vez que esta culpabilidad no es susceptible de ser descrita como un suceso de la psique del autor (Parma, 2001). Si bien no pretendo caer en las premisas de una culpabilidad psicológica (Roxin et al., 2000), ni mucho menos en la culpa por el modo de vivir del autor del delito, los procesos neurológicos que se exponen en este artículo intentan demostrar cómo influyen en la toma de decisión del infractor de la norma penal más allá de las condiciones normativas de una determinada sociedad. No se trata, por tanto, de que los «esfuerzos psíquicos» del autor del delito agraven o atenúen su responsabilidad, sino que la comisión del delito denota su incapacidad para autogestionar y autodeterminar su conducta, para lo cual la pena como fundamento para restablecer la validez de la norma no tiene aplicación ante los nuevos descubrimientos de la neurociencia.

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Financiamiento

Autofinanciado.

Conflicto de intereses

La autora declara no tener conflicto de intereses.

Contribución de autoría

La autora ha participado en el desarrollo del proceso de investigación, así como en la elaboración y la redacción del artículo.

Agradecimientos

La autora agradece la enorme colaboración brindada por Víctor García Yzaguirre, quien con sus observaciones y sus revisiones apoyó la confección y la publicación del presente manuscrito.

Biografía del autor

Belén González Maldonado es licenciada en Ciencias Sociales y Jurídicas por la Universidad de Los Lagos, Osorno, Chile. Sus principales intereses de investigación son la fundamentación del castigo y el reproche penal desde la perspectiva de las ciencias que estudian el comportamiento humano.

Correspondencia

constanza.gonza15@gmail.com


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